Otra vez he preferido no recurrir a las palabras.
Sunday, May 25, 2014
Saturday, March 22, 2014
Rompecabezas
Si comienzo a
aburrirlos no me culpen. Este panegírico fue originalmente concebido para una
presentación literaria, eventos casi siempre soporíferos a los que sólo acuden
unos cuantos incautos, la mayoría por compromiso. El formato es el mismo: el
autor de un libro le pide a un par de colegas su comparecencia en un recinto
cultural para hablar ante el público con absoluta libertad siempre y cuando sea
objeto de los debidos elogios. El presentador, entonces, puede elegir entre dos
maneras de quedar bien: describir al personaje haciendo hincapié en las
cualidades intelectuales que motivaron al susodicho a engendrar su opus magnum,
aderezando el tema con alguna anécdota que provoque la risa de los presentes; u
olvidarse del vínculo entre ellos y destacar la prosa elegante, la erudición de
un orfebre del lenguaje, dueño de una voz inconfundible, que ha escrito un
libro llamado a ocupar un lugar esencial en nuestras letras, y aquí es donde,
tras de un par de citas y algunas célebres comparaciones, el anfitrión sonríe
complacido ante el aplauso del respetable antes de desmentir los halagos
leyendo un fragmento de su obra.
Hace unas
semanas, cuando fui invitado junto a Mario Bellatin a presentar “Rompecabezas y
otros relatos”, de Raúl Falcó, ambas posibilidades me rondaron por la cabeza.
Describir a un personaje de las características de Falcó sin duda hubiera
resultado un enorme divertimento y una guía clara del porqué de muchos de sus
cuentos; sin embargo, corría el riesgo de que más de una persona con mala leche
y amplia experiencia en esa clase de ceremonias hubiese pensado que prefería
hablar de él para no referirme a su libro. La otra opción era ponerle
calificativos al manuscrito y pretender que nadie sospecharía de la parcialidad
de mi criterio por el simple hecho de estar sentado en las misma mesa que él,
como si fuéramos una par de desconocidos y yo un eremita de la literatura
lanzando peroratas desde mi endeble pedestal.
Hablar bien de la
obra de un amigo es un arma de dos filos. Por más adjetivos y requiebros que se
utilicen, casi siempre el ojo crítico termina nublado por el afecto. En vez de asumir
la postura de un pretencioso ensayista o representar el papel de un ingenioso
palero, los mejores comentarios que podría hacer sobre el libro de Raúl Falcó sólo
pueden provenir desde la perspectiva de una persona común y corriente que resume
su experiencia de lector, como si en lugar de escribir una reseña destinada a
la autocomplacencia de una reducida camarilla fuera una viejita compartiendo sus
impresiones ante sus congéneres en un club de lectura.
Como las pizzas,
el libro de Raúl Falcó es 2 X 1. Contiene dos recopilaciones de cuentos de
sabores distintos, por lo cual no pude elegir al azar el orden de los mismos y me
obligó a respetar el índice, cosa que por extraña razón nadie acostumbra. Al
finalizar el primero de los relatos, “La espera”, pronto comencé a sospechar
que detrás de esa historia de aparente simplicidad había un elaborado mecanismo
para jugar con los puntos de vista y recordarnos que hay una pluma detrás de la
primera persona que narra el cuento, un autor sin limitaciones de estilo y
propenso a los juegos. Aparece y desaparece como personaje; mezcla narradores y
estilos; revela a veces algunas de sus influencias y trata de ocultar otras
para no destapar la caja de pandora; y en ocasiones pasa de un párrafo a otro
del realismo absoluto a la fantasía desbocada. Como dice su entrañable álter
ego de este cuento “Hace tiempo que se han agotado mis temas y que ha dejado de
complacerme repetirlos”.
Por ejemplo, en “El
toreo boca arriba”, que cierra este primer compendio de relatos, un famoso y
extravagante torero de finales y principios de siglo no sólo se convierte en
personaje literario sino en un mito griego. Teseo encarna en José de Jesús “El
Glison” y junto a las referencias a Manolete y Paquirri aparecen el rey Minos y
Dédalo en un amasijo de géneros sorprendente capaz de llamar la atención
incluso de quienes aborrecen de la tauromaquia. Me pregunto qué pensará “El
Glison” cuando descubra que gracias a la imaginación de un escritor sus
excentricidades en el ruedo resultan un juego de niños junto a los lances en la
ficción y la mitología que Raúl lo obliga a capotear.
Entre un cuento
y otro hay varios textos que, como el título de uno de ellos, dan la idea de un
rompecabezas donde cada pieza no parece tener relación. No significa, sin
embargo, que estén completamente disociados, pues puede deberse al idiota que
los arma e intenta hallarles la cuadratura como un borracho incapaz de encajar la
llave incorrecta en la cerradura. Por fortuna, sucede lo contrario en “El
fantasma de la ópera”, segunda recopilación de este volumen en la cual todas
las historias comparten un tema en común, al cual Falcó ha estado íntimamente
ligado como funcionario, músico y director de escena: la ópera en México.
Desde las
primeras líneas de “La ópera invita”, Raúl Falcó muestra claramente que su
intención no es pararse el cuello sino bajarle los pantalones a ese mundillo
que tanto conoce, tal vez el más pedante y snob de los que conforman el
microcosmos de la cultura mexicana (que ya es mucho decir), poblado de figuras
grotescas, seres abominables y cómicos involuntarios a quienes él retrata con
conocimiento de causa y adorable mala saña. Reproduzco aquí el párrafo inicial:
“Como es sabido de todos los adeptos a
la ópera, asistir a una función al Palacio de Bellas Artes no sólo consiste en
ser parte de un ritual ancestral que exalta la repetición de lo conocido y
repudia la innovación, tanto en el repertorio como en la manera de presentarlo.
También forma parte del mismo encontrarse con otros consuetudinarios adeptos, antes
del espectáculo, pero, sobre todo, en los intermedios entre los actos y al
final de la función, para comentarlo todo.”
Incluyendo los
chismes del gremio, que en lugar de compartir este libro ridiculiza. No es una
crónica de los intríngulis del medio, sino un homenaje cariñoso y lleno de
humor donde por primera vez las referencias a la coloratura de una soprano
carecen de cualquier pretensión erudita. Quienes cierren los ojos en el clímax
de una ópera para disfrutar la exquisitez de las notas que reproduce la
orquesta en el foso, seguramente no aprobarán la franqueza con la cual se habla
aquí de las obras de Puccini o Massenet, despojadas de su aura romántica.
El encanto que me produjeron los cuentos de esta
segunda recopilación, especialmente “Las pesquisas de Facundo Irabién”, que
hasta ese momento de la lectura consideraba el mejor relato de todos, se
transformó luego en franca admiración cuando me topé (y no pude soltar como
dicta el lugar común hasta que lo terminé en la madrugada) con “El fantasma de
la ópera”, que en estricto sentido es una novela de acuerdo a los cánones de
E.M. Forster; o novellette, según la llaman los franceses cuando tiene una
extensión intermedia entre el cuento y la novela. Sea una cosa o la otra es un
texto que bien podría publicarse de manera independiente, y el cual no vale la
pena arruinar contando la anécdota, pues el gran goce consiste en ir
descubriendo poco a poco, junto a su inolvidable personaje, la retorcida trama
que sólo una mente muy afilada, perversa e imaginativa es capaz de producir. El
verdadero fantasma de la ópera, ese espíritu chocarrero, cínico y malicioso
dispuesto a aparecerse en el momento menos propicio para estropear el fatuo
glamour del bel canto, quizá no sea
como lo imaginamos.
Texto publicado en la revista Casa del Tiempo, UAM. Diciembre - Enero, 2014.
Texto publicado en la revista Casa del Tiempo, UAM. Diciembre - Enero, 2014.
Monday, January 20, 2014
Mojar el agua
¿Es
posible musicalizar la música? ¿Cómo regar el océano, ponerse a vaciar la nada
o quemar el fuego? ¿Qué sentido tiene echarle brasas a un volcán? La poesía es
cadencia, ritmo, sonoridad, una ilación de asonancias y resonancias que
producen la más perfecta de las eufonías en el lenguaje. La buena poesía es
siempre una invitación a la voz. ¿Para qué agregarle una nueva melodía? El
primer dilema al que debe enfrentarse entonces un compositor al transcribir un
poema dentro de un pentagrama es la propia musicalidad del texto. Tal vez,
precisamente, porque no se trata de una copia, sino de una reescritura. Aunque
cada palabra esté repetida en un orden idéntico y los acentos colocados en el
sitio correcto, las letras adquieren el mismo valor que una nota, mezcladas
hasta conformar una obra de arte independiente, más allá de la literatura.
La
obra vocal reunida en este volumen doble es el resultado de aquello que sucede
cuando un creador moja el agua: no queda más húmeda, pero las gotas que caen la
embellecen. A diferencia de las canciones populares donde las estrofas son
construidas en función de la música o viceversa, Ibarra no recurre al
encantamiento de la rima y el verso sino que les quita su métrica para
imponerle otra. Las sílabas se rompen al golpe de las teclas del piano, como un
escultor desbastando el mármol. Si bien una escalera posee un número
determinado de peldaños, hay distintos modos de descender por ella, cambiar de
velocidad, detenerse de pronto o incluso irse de bruces si al final resulta una
experiencia deleitable. Los tropiezos pueden ser una danza cuando son
deliberados.
Ajeno
al vaivén natural de las palabras, Federico Ibarra compone a partir de las
ideas y sentimientos de los poetas que elige. Le interesa el fondo para poder
él mismo crear la forma, y prefiere sustraerse de los juegos verbales en cada
uno de los poemas para hacerlos sonar a su manera. Desde los primeros compases
se distingue un catálogo de sonidos mucho más amplio y complejo que los
sugeridos en el papel. Sin embargo, sus obsesiones parecieran ser las mismas:
la noche, el cuerpo, la luz, la muerte.
Ya
sea por instinto o acierto, los vínculos abundan como si la verdadera voz no
fuera la del cantante ni la del poeta, sino del compositor. Ibarra encuentra
relaciones entre escritores de generaciones, voces e intereses disímbolos que
se reflejan gracias a la mirada de otro artista que descubre en la misma
metáfora dos maneras diferentes de expresarse. Si Homero Aridjis discurre que “a
veces uno toca un cuerpo y lo despierta / por él pasamos la noche que se abre”, el erotismo
pernocta también en Octavio Paz al describir su “cuerpo que se repliega como
la brasa / corazón que desgajo de la noche”, en un
planteamiento muy similar al de José Ramón Enríquez cuando se halla “en la
búsqueda incesante de un cuerpo / que pase la noche / unido al mío.”
De
los textos poéticos a los que Ibarra ha recurrido, la importancia capital del
grupo de los Contemporáneos queda plasmada con la inclusión de varios de sus
integrantes. De Carlos Pellicer, aprovecha una rarísima paráfrasis sobre la
plástica de Remedios Varo[i],
la cual retoma en la última de las Cinco canciones de la noche, pieza
casi minimalista de una sola y contundente estrofa: “Sin el dedo en los
labios para hablar del silencio / al calor del estío que va enfriando mis pasos
/ me voy con la esperanza hablando a solas.” Con Salvador Novo asume el
riesgo y tiene la habilidad de alterar el carácter de uno de sus más famosos
poemas, Amor, originalmente una taciturna plegaria romántica convertida
en un grito de agobio, desesperado. Y no es casual su predilección por el único
miembro del grupo que incursionó dentro de la música, como libretista de ópera,
género donde Ibarra es un maestro: Xavier Villaurrutia.
La
empatía con Villaurrutia es especial. Basta escuchar las nueve pequeñas piezas
que conforman la Suite del insomnio, donde la instrumentación habla por
sí misma y ocurre una comunión total entre los vocablos y la melodía. Afinidad
que se repite en Décimas de nuestro amor, donde el músico muestra un
guiño al poeta y decide de pronto permitir el flujo natural de algunos versos:
Y sobre tu cuerpo blando
mis labios iban dejando
huellas, señales, heridas…[ii]
En
medio de la canción los tres octosílabos taladran el silencio, sin ninguna clase
de acompañamiento. Las cuerdas y alientos callan. Parece casi un silabeo. La
dicción es perfecta y de repente la obra vocal resulta además muy consonante. Caso
contrario al de Décima muerte, en el cual Villaurrutia aplica
la misma técnica y estructura aunque los resultados en la partitura son
radicalmente diferentes.
No
es Xavier Villaurrutia el único poeta mexicano que de manera directa se ha
aproximado a la ópera. Existe otro nombre siempre ligado al mundo operístico,
aunque no como libretista sino como crítico y cronista: Eduardo Lizalde. Su
labor de análisis y difusión en programas de radio y televisión ha sido
fundamental para el crecimiento del género en México; sin embargo, el peso de
su extraordinario y ambicioso inventario poético ensombrece cualquier otra
actividad que haya realizado hasta el momento. Ante la dimensión de su obra, lo
operópata es si acaso un oficio placentero. Es de imaginar entonces que
componer el ciclo El sueño del tigre, más que un homenaje, fue un gesto
de agradecimiento. Seguramente, cuando haya escuchado la fuerza y resonancia de
este fiero repertorio de matices y entonaciones, el tigre se lamerá los bigotes
satisfecho, con la certeza de haber estado en lo cierto al afirmar que
…siempre
tratamos de oír algo,
pues
no hay cero absoluto en nuestra acústica
y
algún estertor viejo, muy al fondo,
se
percibe en ese pozo de sordera.[iii]
Sorprende
la facilidad con la que siempre germina el tono adecuado para cada uno de los
poemas. Las Tres Canciones sobre García Lorca, de una ternura y nitidez
uniforme que permite gozar el lirismo de sus letras, describen a la perfección
el apacible terror que los versos sugieren. “¿Qué harías,
amor mío? / ¡Clavarme un puñal!” o “Blanca princesa de nunca. / ¡Duerme por la
noche oscura!” son algunas de las linduras que los Federicos, García Lorca
e Ibarra, deslizan con una suavidad encantadora capaz de rendir a cualquiera.
Quizás
el reto mayor desde el punto de vista literario al que se enfrentó el
compositor fue la adaptación de Navega la ciudad en plena noche,
proveniente de un extraordinario poema de Octavio Paz. La complejidad en el
lenguaje, el inextricable armazón de ideas, la ausencia de sujeto en algunos
fragmentos, aparentemente descriptivo pero desconcertante. ¿Cómo es un árbol de
gemidos? ¿Cuál es el gesto del agua? ¿De qué manera cae una ola ciega? Los
hallazgos poéticos de Paz parecen difíciles de encontrar un lugar apropiado
dentro de la música. A pesar de ello, Ibarra acomoda las teclas del piano hasta
que, como dice el poema, “los elementos enlazados tejen / la vestidura de un
día desconocido”.
Además
del español, no conforme con la apropiación de algunos destellos de la lengua
en beneficio de la música, Federico Ibarra se arriesgó a intentar apoderarse de
otra, con una fonética diferente y nuevas reglas que requieren distintos
métodos de composición. Sin embargo, a pesar de los obstáculos naturales, su
incursión al francés en las seis Melodies nacidas a partir de la poesía
de Verlaine no desmerecen del lied hispano.
Pero
como siempre, el mejor elogio es el silencio. Que hable la música.
* Extracto del ensayo incluido en el booklet de la Obra Vocal de Federico Ibarra (Tempus), leído en la presentación del disco en el Auditorio Blas Galindo del CNA. Noviembre, 2013.
Saturday, December 03, 2011
Una poeta en la televisión
Quien pretenda dedicarse a la poesía, primero debe buscarse otro oficio para sobrevivir. Jaime Sabines atendía su propia tienda de telas en Tuxtla Gutiérrez. Elías Nandino era médico. Otros grandes escritores han recurrido a la burocracia, el magisterio, el periodismo o la edición de libros, actividades que también ejerció Margarita Villaseñor antes de que arrecieran tiempos difíciles y tuviera que vender entre sus amistades tamales para el Día de la Candelaria y bacalao en la Navidad. Y gran parte de los cheques que cobró a lo largo de su vida provinieron de una industria completamente alejada de lo poético: la televisión.

En 1986, durante una de las sesiones de trabajo, este trío de intelectuales se quebraba la cabeza tratando de justificar la truculenta trama. Había que desaparecer a una metiche secretaria para evitar que cayera en las garras de Catalina Creel, y el único modo de mantenerla viva era dotándola de una doble personalidad. Gracias a una peluca, lentes oscuros y la ingenuidad del público, la entrometida se haría pasar por una misteriosa mujer, supuestamente francesa, a la cual sólo había que ponerle un buen nombre para que los demás personajes le creyeran que venía de París. Margarita sugirió bautizarla igual que a la primera esposa de Salvador Elizondo: Michelle Alban.
Meses después, cuando salió al aire el episodio, la verdadera Michelle Alban llamó indignada a casa de Margarita Villaseñor.
-¡Qué bárbaros, Margarita! ¿No le pudieron poner otro nombrecito? Por su culpa el teléfono no ha parado de sonar. Ya me llamaron para burlarse Monsiváis, Gabo, Juan García Ponce, Marco Antonio Montes de Oca…
Era cierto. Además de las injustamente vilipendiadas señoras del aseo, gran parte de la intellectualité del país también estaba al pendiente del culebrón. Margarita Villaseñor no perseguía la literatura; la literatura la perseguía a ella. Fue una guionista reconocida y admirada, pero siempre ajena al medio, uno de esos raros casos en la historia de la televisión mexicana donde la creatividad y la inteligencia no estuvieron reñidas con el rating. Aparte de los mencionados Olmos y Serna, y de los libretos escritos por Eduardo Lizalde, Vicente Leñero y Luis Reyes de la Maza, Margarita fue acaso la única autora de relevancia que ha incursionado en el bizarro mundo de las telenovelas.
-¡Qué bárbaros, Margarita! ¿No le pudieron poner otro nombrecito? Por su culpa el teléfono no ha parado de sonar. Ya me llamaron para burlarse Monsiváis, Gabo, Juan García Ponce, Marco Antonio Montes de Oca…
Era cierto. Además de las injustamente vilipendiadas señoras del aseo, gran parte de la intellectualité del país también estaba al pendiente del culebrón. Margarita Villaseñor no perseguía la literatura; la literatura la perseguía a ella. Fue una guionista reconocida y admirada, pero siempre ajena al medio, uno de esos raros casos en la historia de la televisión mexicana donde la creatividad y la inteligencia no estuvieron reñidas con el rating. Aparte de los mencionados Olmos y Serna, y de los libretos escritos por Eduardo Lizalde, Vicente Leñero y Luis Reyes de la Maza, Margarita fue acaso la única autora de relevancia que ha incursionado en el bizarro mundo de las telenovelas.

Es cierto que con su muerte México ha perdido a una poeta excepcional, y algunos de nosotros a una amiga entrañable, pero también deberíamos lamentar la ausencia de una de las pocas personas que tenían la capacidad de aportarle un poco de poesía a la televisión. Una razón de más para apagarla ya definitivamente, habiendo, como en los libros de ella, tantas y tantas buenas páginas por leer.
Texto leído en el homenaje a Margarita Villaseñor en la Universidad Autónoma Metropolitana. Noviembre, 2011.
Thursday, December 01, 2011
Piromanía
No sé quién lo dijo –tal vez nadie– que un escritor al que jamás han censurado es porque en realidad nunca ha tenido nada que decir. Agradezco entonces a la revista Lee+ por haber suprimido un incómodo párrafo de esta colaboración intrascendente. He aquí la versión sin cortes.


El fuego es una de las armas más peligrosas que existen
cuando es manipulado por seres sin escrúpulos. Especialmente un escritor. Si no
pregúntenle a Nerón, que desde que Suetonio le endilgó en La vida de los
Césares el sambenito de haber sido culpable del incendio de Roma, aún dos
milenios después cada vez que un pobre diablo rasga los fósforos y amenaza con
prender la casa de sus suegros vuelve a figurar colmado de descrédito el nombre
del emperador.
Así pues, el más famoso pirómano de la historia es un
invento de la literatura. No hay razones para creer que fuera de otro modo. El
fuego ejerce un encanto al que pocos autores se han resistido. ¿Por qué? Si
tienen la cabeza vacía y treinta segundos de ocio, observen la danza del
oxígeno en combustión hasta que se consuma ya sea el tiempo dispuesto o la
flama del cerillo. Al final bailarán también una que otra neurona dentro del
cráneo y habremos descubierto un poco más de nosotros mismos. Ahora bien, si
medio minuto es insuficiente para controlar la fascinación por las llamas,
siempre habrá la oportunidad de poner a arder la imaginación con un libro,
aunque también exista el riesgo de salir quemados por andar metiendo las manos
al fuego.
Pirómano (Firebug), de Robert Bloch, puede aliviarnos de la
obsesión. Autor de culto en la novela negra e inmortalizado gracias a la
adaptación al cine de Psicosis, por la cual legiones de cinéfilos le están
agradecidos, Bloch asegura que todos somos pirómanos en potencia, sólo basta
que alguien encienda la mecha para explotar. Como Philip Dempster, su álter
ego, la delicada línea que nos separa de tales psicópatas es reconocer que
podríamos serlo. “Casi todos los pirómanos niegan que lo sean; incluso se lo
niegan a sí mismos”, puntualiza el personaje en uno de los mejores capítulos
del libro, antes de que los vicios típicos del género desenmarañen la trama en
un desenlace que apaga las fugaces llamaradas de genio que alumbran muchas de
sus páginas.
Es probable que Bloch no hubiera tenido tiempo de leer, pues
fue publicada casi al mismo tiempo, la obra maestra de Yukio Mishima, El
pabellón de oro, quizás el mejor relato de un incendiario, pero Stephen King
contó con veinte largos años para aprender del gran narrador japonés antes de
abordar el tema en Ojos de fuego (Firestarter), publicada en 1980. Mezcla de
piromanía, complot político y relato de terror, la versión de King es una de
esas historias que merecen el nefando elogio de decir que el lector una vez que
empieza no puede ya detenerse. Y es que no hay nada en ella que merezca un
instante de introspección, el argumento es demasiado enredado para explicarse
en unas cuantas líneas, y podríamos ahorrarnos muchas más si encontráramos en
la tele algún día la película donde una imberbe Drew Barrymore usa sus poderes
sobrenaturales para chamuscar las cosas horribles que encuentra a su paso.
Lástima que ese talento es exclusivo de Charlie McGee, la niña piroquinética
que inventó Stephen King, pues de lo contrario habría más de un lector
inconforme convirtiendo en cenizas la novela, uniéndola a esa otra vertiente
literaria afín al tema: la quema de libros.
Caso muy distinto al de la exitosa e irreverente novela de
Brock Clarke, El club de los pirómanos para incendiar casas de escritores (An
Arsonist’s Guide to Writers’ Homes in New England), cuyo único pecado es la
mala traducción del título. Aquí es imposible no interrumpir la lectura y
desfogar una flamante carcajada cada vez que el protagonista nos deleita con sus
ocurrencias y continuas metidas de pata. Pirómano accidental y hombre de pocas
luces, este entrañable personaje difícilmente apagará su flama en la hoguera de
las vanidades donde brillan los inolvidables antihéroes de la narrativa
estadounidense. Sam Pulsifer y su creador deberían formar parte ya de los
clásicos de la picaresca norteamericana, junto a Toole, Salinger & Cia.
Su humor nos abrasa desde las primeras frases donde la chispa del ingenio se
esparce en una reacción en cadena y tras mantenernos en ascuas nos achicharra
de risa hasta el final y más allá, pues el colofón es una entrevista imaginaria
entre el autor y su inolvidable criatura, no tan divertida pero sí reveladora,
como las teas que sobreviven a la deflagración.
Existe la posibilidad, claro está, de que usted sea un
amante de los reallity shows, abomine la ficción y prefiera libros sin
mentiras; el tipo de persona que cree que la piromanía es un problema que sólo
atañe a los psiquiatras y bomberos. En tal caso, hay un libro imprescindible
que lo mantendrá alejado de ese mundo inexistente y licencioso de los
narradores: El fuego, mitos, ritos y realidades, editado por Anthropos. En él
hallará un edificante estudio lleno de estadísticas sobre las fogatas
forestales en Andalucía; un aleccionador ensayo acerca de los ritos
incendiarios de los himba, nativos de Angola y Namibia; o apelará al
nacionalismo para desentrañar la cosmovisión ígnea de la cultura otomí. Tercer
tomo de una colección dedicada a recopilar las conferencias dictadas en los
Coloquios Internacionales organizados por el Centro de Investigaciones
Etnológicas de Granada, a principio de los noventa, el libro está consagrado al
fuego (los otros tres mamotretos hablan del agua, la tierra y el aire) y
seguramente lo mantendrá con la mente libre para no pensar nunca jamás en esa
rojiza energía capaz de volvernos locos o suicidas.
Tuesday, July 19, 2011
Había una vez un hombre

Harta de la humanidad, la pobre rana escogió de entre los estantes aquellas novelas donde la vida de los hombres no fuera el único tema. Tuvo que revisar cientos de contratapas, pues la mayor parte de las historias protagonizadas por bichos inteligentes pertenecían a la sección infantil y sus tiempos de renacuajo ya habían quedado atrás. La oferta era escasa, pero entrevió algunos hallazgos, principalmente británicos, de uno que otro escritor de culto y el siempre inabarcable repertorio de clásicos. Finalmente, después de excavar horas los anaqueles, hizo una selección y salió muy contenta con la peregrina idea de haber encontrado al fin un tipo de literatura dedicada a explorar el alma de los animales.
Esa misma tarde quiso disfrutar de sus compras y abrió el menos copioso de los volúmenes. Sobre un nenúfar que flotaba en el río, recostada a sus ancas, aclaró la vista con un lengüetazo y dio vuelta a la página que ella misma se dedicó para engañar a los moscardones, los cuales invariablemente caían en la trampa y morían engullidos al asomarse a leer la supuesta firma del autor. “To my beloved frog. G. O."
No tardó en llevarse la primera decepción. Suponía por el título que si la acción ocurría en una granja y la anécdota versaba alrededor de sus ocupantes, entonces no tendrían por qué haber referencias a los horrores de la civilización. Por desgracia, aún no rebasaba la página cincuenta cuando descubrió que el libro trataba sobre una mafia de cerdos que gobierna una comuna de bestias incautas. El argumento no difería mucho de las crónicas de sociales. Cuán poco saben los escritores ingleses acerca de la vida en el corral, regurgitó la rana aunque seducida por la narración no podía despegar del papel sus ojos desorbitados. Tuvo que aguantarse las ganas de comer luciérnaga con tal de mantener iluminada la noche hasta que concluyó el último párrafo a mitad de la madrugada.
Por la mañana retomó sus lecturas. La segunda adquisición era una edición de lujo llena de ilustraciones y hojas resplandecientes que de nuevo le sirvieron de carnada, pues los zancudos no resistieron la tentación de querer picar a la fauna dibujada en las láminas. La anfibia solía pensar que no abundaban en el universo seres más tontos que los insectos, pero al ir ojeando los cuentos reconsideró su teoría. En los relatos aparecían muchas de las criaturas que alberga la selva: lobos, serpientes, felinos, monos, elefantes y un niño en estado salvaje a quien por otros motivos y aciaga coincidencia llamaban también “la rana”; sin embargo, a pesar de tanta diversidad, daba la impresión de que todos imitaban el comportamiento de los homínidos. Los personajes del libro de la jungla no eran miembros potenciales de un zoológico sino de un manicomio. De cualquier modo, cada uno de los episodios la mantuvieron hipnotizada, sin dejarla siquiera cambiar de color. Hay que reconocer que estos cazadores de letras tienen talento para engañar, cantó la rana y brincó de gusto al cerrar la tapa.
La tercera y última novela que compró le produjo la sensación de haber sido otra vez víctima de un timo. Contaba las imaginarias aventuras de una rata de biblioteca, solitaria, ociosa y adicta a devorar libros. No obstante, como advirtió rasgos de su propio carácter, pronto intuyó que el narrador no era la alimaña que presumía ser. A mí no me ven la cara de sapo, se puso a croar la rana mientras iba cambiando las hojas con la lengua, de manera inconsciente, como si apetitosas catarinas se estuvieran posando en el borde de las páginas. No necesitó del epílogo para darse cuenta que todo había sido una ficción, para entonces ya estaba definitivamente convencida de que los hombres no entendían el instinto animal y cada vez que intentaban escribir libros sobre otras especies terminaban retratándose a ellos mismos tal como son: incomprensibles.
Sin más obras por descubrir, la rana volvió a la rutina diaria, una vida a salto de mata, demasiado peligrosa para una anura pacífica a quien no le interesaba arriesgar el pellejo mientras en el pantano entero se peleaba el control de la hierba. Moría de ganas por migrar al otro lado del charco, aunque tuviera que trabajar como larva. Allá vas a ser un batracio miserable, hace mucho frío y los juncales cuestan una fortuna, le decían las salamandras. Ella se inflaba de coraje ante la mediocridad de su parentela. ¿Cómo explicarles que mientras más la arredraran menos le interesaba morir en la ciénaga, sin conocer otros barrizales? Sentía que por dentro se estaba secando, mas no sabía cómo expresarlo. Entonces, en un arrebato de instinto, presto a la metamorfosis, redactó una carta de despedida de tal modo que toda su familia comprendió por qué no volvieron a saber de él. Mucho tiempo después aún la leían los viejos tritones asombrados por la claridad de sus palabras. El recurso era muy sencillo: si los seres humanos tomaban la forma de otros organismos para describir sus dolores y alegrías, sus sueños y preocupaciones, la rana sólo tuvo que imaginarse en otra piel y empezar a escribir.
Había una vez un hombre…
Cuento publicado en la revista Lee+. Mayo, 2011.
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