¿Es
posible musicalizar la música? ¿Cómo regar el océano, ponerse a vaciar la nada
o quemar el fuego? ¿Qué sentido tiene echarle brasas a un volcán? La poesía es
cadencia, ritmo, sonoridad, una ilación de asonancias y resonancias que
producen la más perfecta de las eufonías en el lenguaje. La buena poesía es
siempre una invitación a la voz. ¿Para qué agregarle una nueva melodía? El
primer dilema al que debe enfrentarse entonces un compositor al transcribir un
poema dentro de un pentagrama es la propia musicalidad del texto. Tal vez,
precisamente, porque no se trata de una copia, sino de una reescritura. Aunque
cada palabra esté repetida en un orden idéntico y los acentos colocados en el
sitio correcto, las letras adquieren el mismo valor que una nota, mezcladas
hasta conformar una obra de arte independiente, más allá de la literatura.
La
obra vocal reunida en este volumen doble es el resultado de aquello que sucede
cuando un creador moja el agua: no queda más húmeda, pero las gotas que caen la
embellecen. A diferencia de las canciones populares donde las estrofas son
construidas en función de la música o viceversa, Ibarra no recurre al
encantamiento de la rima y el verso sino que les quita su métrica para
imponerle otra. Las sílabas se rompen al golpe de las teclas del piano, como un
escultor desbastando el mármol. Si bien una escalera posee un número
determinado de peldaños, hay distintos modos de descender por ella, cambiar de
velocidad, detenerse de pronto o incluso irse de bruces si al final resulta una
experiencia deleitable. Los tropiezos pueden ser una danza cuando son
deliberados.
Ajeno
al vaivén natural de las palabras, Federico Ibarra compone a partir de las
ideas y sentimientos de los poetas que elige. Le interesa el fondo para poder
él mismo crear la forma, y prefiere sustraerse de los juegos verbales en cada
uno de los poemas para hacerlos sonar a su manera. Desde los primeros compases
se distingue un catálogo de sonidos mucho más amplio y complejo que los
sugeridos en el papel. Sin embargo, sus obsesiones parecieran ser las mismas:
la noche, el cuerpo, la luz, la muerte.
Ya
sea por instinto o acierto, los vínculos abundan como si la verdadera voz no
fuera la del cantante ni la del poeta, sino del compositor. Ibarra encuentra
relaciones entre escritores de generaciones, voces e intereses disímbolos que
se reflejan gracias a la mirada de otro artista que descubre en la misma
metáfora dos maneras diferentes de expresarse. Si Homero Aridjis discurre que “a
veces uno toca un cuerpo y lo despierta / por él pasamos la noche que se abre”, el erotismo
pernocta también en Octavio Paz al describir su “cuerpo que se repliega como
la brasa / corazón que desgajo de la noche”, en un
planteamiento muy similar al de José Ramón Enríquez cuando se halla “en la
búsqueda incesante de un cuerpo / que pase la noche / unido al mío.”
De
los textos poéticos a los que Ibarra ha recurrido, la importancia capital del
grupo de los Contemporáneos queda plasmada con la inclusión de varios de sus
integrantes. De Carlos Pellicer, aprovecha una rarísima paráfrasis sobre la
plástica de Remedios Varo[i],
la cual retoma en la última de las Cinco canciones de la noche, pieza
casi minimalista de una sola y contundente estrofa: “Sin el dedo en los
labios para hablar del silencio / al calor del estío que va enfriando mis pasos
/ me voy con la esperanza hablando a solas.” Con Salvador Novo asume el
riesgo y tiene la habilidad de alterar el carácter de uno de sus más famosos
poemas, Amor, originalmente una taciturna plegaria romántica convertida
en un grito de agobio, desesperado. Y no es casual su predilección por el único
miembro del grupo que incursionó dentro de la música, como libretista de ópera,
género donde Ibarra es un maestro: Xavier Villaurrutia.
La
empatía con Villaurrutia es especial. Basta escuchar las nueve pequeñas piezas
que conforman la Suite del insomnio, donde la instrumentación habla por
sí misma y ocurre una comunión total entre los vocablos y la melodía. Afinidad
que se repite en Décimas de nuestro amor, donde el músico muestra un
guiño al poeta y decide de pronto permitir el flujo natural de algunos versos:
Y sobre tu cuerpo blando
mis labios iban dejando
huellas, señales, heridas…[ii]
En
medio de la canción los tres octosílabos taladran el silencio, sin ninguna clase
de acompañamiento. Las cuerdas y alientos callan. Parece casi un silabeo. La
dicción es perfecta y de repente la obra vocal resulta además muy consonante. Caso
contrario al de Décima muerte, en el cual Villaurrutia aplica
la misma técnica y estructura aunque los resultados en la partitura son
radicalmente diferentes.
No
es Xavier Villaurrutia el único poeta mexicano que de manera directa se ha
aproximado a la ópera. Existe otro nombre siempre ligado al mundo operístico,
aunque no como libretista sino como crítico y cronista: Eduardo Lizalde. Su
labor de análisis y difusión en programas de radio y televisión ha sido
fundamental para el crecimiento del género en México; sin embargo, el peso de
su extraordinario y ambicioso inventario poético ensombrece cualquier otra
actividad que haya realizado hasta el momento. Ante la dimensión de su obra, lo
operópata es si acaso un oficio placentero. Es de imaginar entonces que
componer el ciclo El sueño del tigre, más que un homenaje, fue un gesto
de agradecimiento. Seguramente, cuando haya escuchado la fuerza y resonancia de
este fiero repertorio de matices y entonaciones, el tigre se lamerá los bigotes
satisfecho, con la certeza de haber estado en lo cierto al afirmar que
…siempre
tratamos de oír algo,
pues
no hay cero absoluto en nuestra acústica
y
algún estertor viejo, muy al fondo,
se
percibe en ese pozo de sordera.[iii]
Sorprende
la facilidad con la que siempre germina el tono adecuado para cada uno de los
poemas. Las Tres Canciones sobre García Lorca, de una ternura y nitidez
uniforme que permite gozar el lirismo de sus letras, describen a la perfección
el apacible terror que los versos sugieren. “¿Qué harías,
amor mío? / ¡Clavarme un puñal!” o “Blanca princesa de nunca. / ¡Duerme por la
noche oscura!” son algunas de las linduras que los Federicos, García Lorca
e Ibarra, deslizan con una suavidad encantadora capaz de rendir a cualquiera.
Quizás
el reto mayor desde el punto de vista literario al que se enfrentó el
compositor fue la adaptación de Navega la ciudad en plena noche,
proveniente de un extraordinario poema de Octavio Paz. La complejidad en el
lenguaje, el inextricable armazón de ideas, la ausencia de sujeto en algunos
fragmentos, aparentemente descriptivo pero desconcertante. ¿Cómo es un árbol de
gemidos? ¿Cuál es el gesto del agua? ¿De qué manera cae una ola ciega? Los
hallazgos poéticos de Paz parecen difíciles de encontrar un lugar apropiado
dentro de la música. A pesar de ello, Ibarra acomoda las teclas del piano hasta
que, como dice el poema, “los elementos enlazados tejen / la vestidura de un
día desconocido”.
Además
del español, no conforme con la apropiación de algunos destellos de la lengua
en beneficio de la música, Federico Ibarra se arriesgó a intentar apoderarse de
otra, con una fonética diferente y nuevas reglas que requieren distintos
métodos de composición. Sin embargo, a pesar de los obstáculos naturales, su
incursión al francés en las seis Melodies nacidas a partir de la poesía
de Verlaine no desmerecen del lied hispano.
Pero
como siempre, el mejor elogio es el silencio. Que hable la música.
* Extracto del ensayo incluido en el booklet de la Obra Vocal de Federico Ibarra (Tempus), leído en la presentación del disco en el Auditorio Blas Galindo del CNA. Noviembre, 2013.
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