Thursday, December 01, 2011

Piromanía

No sé quién lo dijo –tal vez nadie– que un escritor al que jamás han censurado es porque en realidad nunca ha tenido nada que decir. Agradezco entonces a la revista Lee+ por haber suprimido un incómodo párrafo de esta colaboración intrascendente. He aquí la versión sin cortes.

El fuego es una de las armas más peligrosas que existen cuando es manipulado por seres sin escrúpulos. Especialmente un escritor. Si no pregúntenle a Nerón, que desde que Suetonio le endilgó en La vida de los Césares el sambenito de haber sido culpable del incendio de Roma, aún dos milenios después cada vez que un pobre diablo rasga los fósforos y amenaza con prender la casa de sus suegros vuelve a figurar colmado de descrédito el nombre del emperador.
Así pues, el más famoso pirómano de la historia es un invento de la literatura. No hay razones para creer que fuera de otro modo. El fuego ejerce un encanto al que pocos autores se han resistido. ¿Por qué? Si tienen la cabeza vacía y treinta segundos de ocio, observen la danza del oxígeno en combustión hasta que se consuma ya sea el tiempo dispuesto o la flama del cerillo. Al final bailarán también una que otra neurona dentro del cráneo y habremos descubierto un poco más de nosotros mismos. Ahora bien, si medio minuto es insuficiente para controlar la fascinación por las llamas, siempre habrá la oportunidad de poner a arder la imaginación con un libro, aunque también exista el riesgo de salir quemados por andar metiendo las manos al fuego.

Pirómano (Firebug), de Robert Bloch, puede aliviarnos de la obsesión. Autor de culto en la novela negra e inmortalizado gracias a la adaptación al cine de Psicosis, por la cual legiones de cinéfilos le están agradecidos, Bloch asegura que todos somos pirómanos en potencia, sólo basta que alguien encienda la mecha para explotar. Como Philip Dempster, su álter ego, la delicada línea que nos separa de tales psicópatas es reconocer que podríamos serlo. “Casi todos los pirómanos niegan que lo sean; incluso se lo niegan a sí mismos”, puntualiza el personaje en uno de los mejores capítulos del libro, antes de que los vicios típicos del género desenmarañen la trama en un desenlace que apaga las fugaces llamaradas de genio que alumbran muchas de sus páginas.

Es probable que Bloch no hubiera tenido tiempo de leer, pues fue publicada casi al mismo tiempo, la obra maestra de Yukio Mishima, El pabellón de oro, quizás el mejor relato de un incendiario, pero Stephen King contó con veinte largos años para aprender del gran narrador japonés antes de abordar el tema en Ojos de fuego (Firestarter), publicada en 1980. Mezcla de piromanía, complot político y relato de terror, la versión de King es una de esas historias que merecen el nefando elogio de decir que el lector una vez que empieza no puede ya detenerse. Y es que no hay nada en ella que merezca un instante de introspección, el argumento es demasiado enredado para explicarse en unas cuantas líneas, y podríamos ahorrarnos muchas más si encontráramos en la tele algún día la película donde una imberbe Drew Barrymore usa sus poderes sobrenaturales para chamuscar las cosas horribles que encuentra a su paso. Lástima que ese talento es exclusivo de Charlie McGee, la niña piroquinética que inventó Stephen King, pues de lo contrario habría más de un lector inconforme convirtiendo en cenizas la novela, uniéndola a esa otra vertiente literaria afín al tema: la quema de libros.

Caso muy distinto al de la exitosa e irreverente novela de Brock Clarke, El club de los pirómanos para incendiar casas de escritores (An Arsonist’s Guide to Writers’ Homes in New England), cuyo único pecado es la mala traducción del título. Aquí es imposible no interrumpir la lectura y desfogar una flamante carcajada cada vez que el protagonista nos deleita con sus ocurrencias y continuas metidas de pata. Pirómano accidental y hombre de pocas luces, este entrañable personaje difícilmente apagará su flama en la hoguera de las vanidades donde brillan los inolvidables antihéroes de la narrativa estadounidense. Sam Pulsifer y su creador deberían formar parte ya de los clásicos de la picaresca norteamericana, junto a Toole, Salinger & Cia. Su humor nos abrasa desde las primeras frases donde la chispa del ingenio se esparce en una reacción en cadena y tras mantenernos en ascuas nos achicharra de risa hasta el final y más allá, pues el colofón es una entrevista imaginaria entre el autor y su inolvidable criatura, no tan divertida pero sí reveladora, como las teas que sobreviven a la deflagración.

Existe la posibilidad, claro está, de que usted sea un amante de los reallity shows, abomine la ficción y prefiera libros sin mentiras; el tipo de persona que cree que la piromanía es un problema que sólo atañe a los psiquiatras y bomberos. En tal caso, hay un libro imprescindible que lo mantendrá alejado de ese mundo inexistente y licencioso de los narradores: El fuego, mitos, ritos y realidades, editado por Anthropos. En él hallará un edificante estudio lleno de estadísticas sobre las fogatas forestales en Andalucía; un aleccionador ensayo acerca de los ritos incendiarios de los himba, nativos de Angola y Namibia; o apelará al nacionalismo para desentrañar la cosmovisión ígnea de la cultura otomí. Tercer tomo de una colección dedicada a recopilar las conferencias dictadas en los Coloquios Internacionales organizados por el Centro de Investigaciones Etnológicas de Granada, a principio de los noventa, el libro está consagrado al fuego (los otros tres mamotretos hablan del agua, la tierra y el aire) y seguramente lo mantendrá con la mente libre para no pensar nunca jamás en esa rojiza energía capaz de volvernos locos o suicidas.

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