Tuesday, July 19, 2011

Había una vez un hombre



Harta de la humanidad, la pobre rana escogió de entre los estantes aquellas novelas donde la vida de los hombres no fuera el único tema. Tuvo que revisar cientos de contratapas, pues la mayor parte de las historias protagonizadas por bichos inteligentes pertenecían a la sección infantil y sus tiempos de renacuajo ya habían quedado atrás. La oferta era escasa, pero entrevió algunos hallazgos, principalmente británicos, de uno que otro escritor de culto y el siempre inabarcable repertorio de clásicos. Finalmente, después de excavar horas los anaqueles, hizo una selección y salió muy contenta con la peregrina idea de haber encontrado al fin un tipo de literatura dedicada a explorar el alma de los animales.

Esa misma tarde quiso disfrutar de sus compras y abrió el menos copioso de los volúmenes. Sobre un nenúfar que flotaba en el río, recostada a sus ancas, aclaró la vista con un lengüetazo y dio vuelta a la página que ella misma se dedicó para engañar a los moscardones, los cuales invariablemente caían en la trampa y morían engullidos al asomarse a leer la supuesta firma del autor. “To my beloved frog. G. O."

No tardó en llevarse la primera decepción. Suponía por el título que si la acción ocurría en una granja y la anécdota versaba alrededor de sus ocupantes, entonces no tendrían por qué haber referencias a los horrores de la civilización. Por desgracia, aún no rebasaba la página cincuenta cuando descubrió que el libro trataba sobre una mafia de cerdos que gobierna una comuna de bestias incautas. El argumento no difería mucho de las crónicas de sociales. Cuán poco saben los escritores ingleses acerca de la vida en el corral, regurgitó la rana aunque seducida por la narración no podía despegar del papel sus ojos desorbitados. Tuvo que aguantarse las ganas de comer luciérnaga con tal de mantener iluminada la noche hasta que concluyó el último párrafo a mitad de la madrugada.

Por la mañana retomó sus lecturas. La segunda adquisición era una edición de lujo llena de ilustraciones y hojas resplandecientes que de nuevo le sirvieron de carnada, pues los zancudos no resistieron la tentación de querer picar a la fauna dibujada en las láminas. La anfibia solía pensar que no abundaban en el universo seres más tontos que los insectos, pero al ir ojeando los cuentos reconsideró su teoría. En los relatos aparecían muchas de las criaturas que alberga la selva: lobos, serpientes, felinos, monos, elefantes y un niño en estado salvaje a quien por otros motivos y aciaga coincidencia llamaban también “la rana”; sin embargo, a pesar de tanta diversidad, daba la impresión de que todos imitaban el comportamiento de los homínidos. Los personajes del libro de la jungla no eran miembros potenciales de un zoológico sino de un manicomio. De cualquier modo, cada uno de los episodios la mantuvieron hipnotizada, sin dejarla siquiera cambiar de color. Hay que reconocer que estos cazadores de letras tienen talento para engañar, cantó la rana y brincó de gusto al cerrar la tapa.

La tercera y última novela que compró le produjo la sensación de haber sido otra vez víctima de un timo. Contaba las imaginarias aventuras de una rata de biblioteca, solitaria, ociosa y adicta a devorar libros. No obstante, como advirtió rasgos de su propio carácter, pronto intuyó que el narrador no era la alimaña que presumía ser. A mí no me ven la cara de sapo, se puso a croar la rana mientras iba cambiando las hojas con la lengua, de manera inconsciente, como si apetitosas catarinas se estuvieran posando en el borde de las páginas. No necesitó del epílogo para darse cuenta que todo había sido una ficción, para entonces ya estaba definitivamente convencida de que los hombres no entendían el instinto animal y cada vez que intentaban escribir libros sobre otras especies terminaban retratándose a ellos mismos tal como son: incomprensibles.

Sin más obras por descubrir, la rana volvió a la rutina diaria, una vida a salto de mata, demasiado peligrosa para una anura pacífica a quien no le interesaba arriesgar el pellejo mientras en el pantano entero se peleaba el control de la hierba. Moría de ganas por migrar al otro lado del charco, aunque tuviera que trabajar como larva. Allá vas a ser un batracio miserable, hace mucho frío y los juncales cuestan una fortuna, le decían las salamandras. Ella se inflaba de coraje ante la mediocridad de su parentela. ¿Cómo explicarles que mientras más la arredraran menos le interesaba morir en la ciénaga, sin conocer otros barrizales? Sentía que por dentro se estaba secando, mas no sabía cómo expresarlo. Entonces, en un arrebato de instinto, presto a la metamorfosis, redactó una carta de despedida de tal modo que toda su familia comprendió por qué no volvieron a saber de él. Mucho tiempo después aún la leían los viejos tritones asombrados por la claridad de sus palabras. El recurso era muy sencillo: si los seres humanos tomaban la forma de otros organismos para describir sus dolores y alegrías, sus sueños y preocupaciones, la rana sólo tuvo que imaginarse en otra piel y empezar a escribir.

Había una vez un hombre…

Cuento publicado en la revista Lee+. Mayo, 2011.

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