Saturday, December 03, 2011

Una poeta en la televisión


Quien pretenda dedicarse a la poesía, primero debe buscarse otro oficio para sobrevivir. Jaime Sabines atendía su propia tienda de telas en Tuxtla Gutiérrez. Elías Nandino era médico. Otros grandes escritores han recurrido a la burocracia, el magisterio, el periodismo o la edición de libros, actividades que también ejerció Margarita Villaseñor antes de que arrecieran tiempos difíciles y tuviera que vender entre sus amistades tamales para el Día de la Candelaria y bacalao en la Navidad. Y gran parte de los cheques que cobró a lo largo de su vida provinieron de una industria completamente alejada de lo poético: la televisión.

¿Qué hacía una escritora de tanta sensibilidad, doctora en literaturas comparadas en la Universidad de París, amiga de Octavio Paz, José Gorostiza, Alí Chumacero y otras figuras de la literatura mexicana, arriesgando el prestigio y desperdiciando la imaginación escribiendo historias de criadas? Tal vez porque su trabajo como guionista no cautivaba únicamente al servicio doméstico, algo que comprendió por casualidad hace 25 años, cuando trabajaba junto al novelista Enrique Serna y el dramaturgo Carlos Olmos en la telenovela Cuna de Lobos.

En 1986, durante una de las sesiones de trabajo, este trío de intelectuales se quebraba la cabeza tratando de justificar la truculenta trama. Había que desaparecer a una metiche secretaria para evitar que cayera en las garras de Catalina Creel, y el único modo de mantenerla viva era dotándola de una doble personalidad. Gracias a una peluca, lentes oscuros y la ingenuidad del público, la entrometida se haría pasar por una misteriosa mujer, supuestamente francesa, a la cual sólo había que ponerle un buen nombre para que los demás personajes le creyeran que venía de París. Margarita sugirió bautizarla igual que a la primera esposa de Salvador Elizondo: Michelle Alban.

Meses después, cuando salió al aire el episodio, la verdadera Michelle Alban llamó indignada a casa de Margarita Villaseñor.

-¡Qué bárbaros, Margarita! ¿No le pudieron poner otro nombrecito? Por su culpa el teléfono no ha parado de sonar. Ya me llamaron para burlarse Monsiváis, Gabo, Juan García Ponce, Marco Antonio Montes de Oca…

Era cierto. Además de las injustamente vilipendiadas señoras del aseo, gran parte de la intellectualité del país también estaba al pendiente del culebrón. Margarita Villaseñor no perseguía la literatura; la literatura la perseguía a ella. Fue una guionista reconocida y admirada, pero siempre ajena al medio, uno de esos raros casos en la historia de la televisión mexicana donde la creatividad y la inteligencia no estuvieron reñidas con el rating. Aparte de los mencionados Olmos y Serna, y de los libretos escritos por Eduardo Lizalde, Vicente Leñero y Luis Reyes de la Maza, Margarita fue acaso la única autora de relevancia que ha incursionado en el bizarro mundo de las telenovelas.

Esta extraña faceta de su obra no era producto del sentimentalismo o una afición por las emociones desbordadas, sino gracias al enorme conocimiento que tenía del género. Aunque era una amiga cariñosa, devota y efusiva, quienes la trataron saben que carecía de toda vena melodramática. Sin embargo, su experiencia en el teatro, en el cual destacó y obtuvo premios importantes, le permitió dominar los géneros dramáticos a conciencia y escribir con la misma destreza diálogos ya fuera para Ofelia Guilmáin en “La Celestina” o para Lucía Méndez en “El extraño retorno de Diana Salazar”.

Es cierto que con su muerte México ha perdido a una poeta excepcional, y algunos de nosotros a una amiga entrañable, pero también deberíamos lamentar la ausencia de una de las pocas personas que tenían la capacidad de aportarle un poco de poesía a la televisión. Una razón de más para apagarla ya definitivamente, habiendo, como en los libros de ella, tantas y tantas buenas páginas por leer.


Texto leído en el homenaje a Margarita Villaseñor en la Universidad Autónoma Metropolitana. Noviembre, 2011.

Thursday, December 01, 2011

Piromanía

No sé quién lo dijo –tal vez nadie– que un escritor al que jamás han censurado es porque en realidad nunca ha tenido nada que decir. Agradezco entonces a la revista Lee+ por haber suprimido un incómodo párrafo de esta colaboración intrascendente. He aquí la versión sin cortes.

El fuego es una de las armas más peligrosas que existen cuando es manipulado por seres sin escrúpulos. Especialmente un escritor. Si no pregúntenle a Nerón, que desde que Suetonio le endilgó en La vida de los Césares el sambenito de haber sido culpable del incendio de Roma, aún dos milenios después cada vez que un pobre diablo rasga los fósforos y amenaza con prender la casa de sus suegros vuelve a figurar colmado de descrédito el nombre del emperador.
Así pues, el más famoso pirómano de la historia es un invento de la literatura. No hay razones para creer que fuera de otro modo. El fuego ejerce un encanto al que pocos autores se han resistido. ¿Por qué? Si tienen la cabeza vacía y treinta segundos de ocio, observen la danza del oxígeno en combustión hasta que se consuma ya sea el tiempo dispuesto o la flama del cerillo. Al final bailarán también una que otra neurona dentro del cráneo y habremos descubierto un poco más de nosotros mismos. Ahora bien, si medio minuto es insuficiente para controlar la fascinación por las llamas, siempre habrá la oportunidad de poner a arder la imaginación con un libro, aunque también exista el riesgo de salir quemados por andar metiendo las manos al fuego.

Pirómano (Firebug), de Robert Bloch, puede aliviarnos de la obsesión. Autor de culto en la novela negra e inmortalizado gracias a la adaptación al cine de Psicosis, por la cual legiones de cinéfilos le están agradecidos, Bloch asegura que todos somos pirómanos en potencia, sólo basta que alguien encienda la mecha para explotar. Como Philip Dempster, su álter ego, la delicada línea que nos separa de tales psicópatas es reconocer que podríamos serlo. “Casi todos los pirómanos niegan que lo sean; incluso se lo niegan a sí mismos”, puntualiza el personaje en uno de los mejores capítulos del libro, antes de que los vicios típicos del género desenmarañen la trama en un desenlace que apaga las fugaces llamaradas de genio que alumbran muchas de sus páginas.

Es probable que Bloch no hubiera tenido tiempo de leer, pues fue publicada casi al mismo tiempo, la obra maestra de Yukio Mishima, El pabellón de oro, quizás el mejor relato de un incendiario, pero Stephen King contó con veinte largos años para aprender del gran narrador japonés antes de abordar el tema en Ojos de fuego (Firestarter), publicada en 1980. Mezcla de piromanía, complot político y relato de terror, la versión de King es una de esas historias que merecen el nefando elogio de decir que el lector una vez que empieza no puede ya detenerse. Y es que no hay nada en ella que merezca un instante de introspección, el argumento es demasiado enredado para explicarse en unas cuantas líneas, y podríamos ahorrarnos muchas más si encontráramos en la tele algún día la película donde una imberbe Drew Barrymore usa sus poderes sobrenaturales para chamuscar las cosas horribles que encuentra a su paso. Lástima que ese talento es exclusivo de Charlie McGee, la niña piroquinética que inventó Stephen King, pues de lo contrario habría más de un lector inconforme convirtiendo en cenizas la novela, uniéndola a esa otra vertiente literaria afín al tema: la quema de libros.

Caso muy distinto al de la exitosa e irreverente novela de Brock Clarke, El club de los pirómanos para incendiar casas de escritores (An Arsonist’s Guide to Writers’ Homes in New England), cuyo único pecado es la mala traducción del título. Aquí es imposible no interrumpir la lectura y desfogar una flamante carcajada cada vez que el protagonista nos deleita con sus ocurrencias y continuas metidas de pata. Pirómano accidental y hombre de pocas luces, este entrañable personaje difícilmente apagará su flama en la hoguera de las vanidades donde brillan los inolvidables antihéroes de la narrativa estadounidense. Sam Pulsifer y su creador deberían formar parte ya de los clásicos de la picaresca norteamericana, junto a Toole, Salinger & Cia. Su humor nos abrasa desde las primeras frases donde la chispa del ingenio se esparce en una reacción en cadena y tras mantenernos en ascuas nos achicharra de risa hasta el final y más allá, pues el colofón es una entrevista imaginaria entre el autor y su inolvidable criatura, no tan divertida pero sí reveladora, como las teas que sobreviven a la deflagración.

Existe la posibilidad, claro está, de que usted sea un amante de los reallity shows, abomine la ficción y prefiera libros sin mentiras; el tipo de persona que cree que la piromanía es un problema que sólo atañe a los psiquiatras y bomberos. En tal caso, hay un libro imprescindible que lo mantendrá alejado de ese mundo inexistente y licencioso de los narradores: El fuego, mitos, ritos y realidades, editado por Anthropos. En él hallará un edificante estudio lleno de estadísticas sobre las fogatas forestales en Andalucía; un aleccionador ensayo acerca de los ritos incendiarios de los himba, nativos de Angola y Namibia; o apelará al nacionalismo para desentrañar la cosmovisión ígnea de la cultura otomí. Tercer tomo de una colección dedicada a recopilar las conferencias dictadas en los Coloquios Internacionales organizados por el Centro de Investigaciones Etnológicas de Granada, a principio de los noventa, el libro está consagrado al fuego (los otros tres mamotretos hablan del agua, la tierra y el aire) y seguramente lo mantendrá con la mente libre para no pensar nunca jamás en esa rojiza energía capaz de volvernos locos o suicidas.

Tuesday, July 19, 2011

Había una vez un hombre



Harta de la humanidad, la pobre rana escogió de entre los estantes aquellas novelas donde la vida de los hombres no fuera el único tema. Tuvo que revisar cientos de contratapas, pues la mayor parte de las historias protagonizadas por bichos inteligentes pertenecían a la sección infantil y sus tiempos de renacuajo ya habían quedado atrás. La oferta era escasa, pero entrevió algunos hallazgos, principalmente británicos, de uno que otro escritor de culto y el siempre inabarcable repertorio de clásicos. Finalmente, después de excavar horas los anaqueles, hizo una selección y salió muy contenta con la peregrina idea de haber encontrado al fin un tipo de literatura dedicada a explorar el alma de los animales.

Esa misma tarde quiso disfrutar de sus compras y abrió el menos copioso de los volúmenes. Sobre un nenúfar que flotaba en el río, recostada a sus ancas, aclaró la vista con un lengüetazo y dio vuelta a la página que ella misma se dedicó para engañar a los moscardones, los cuales invariablemente caían en la trampa y morían engullidos al asomarse a leer la supuesta firma del autor. “To my beloved frog. G. O."

No tardó en llevarse la primera decepción. Suponía por el título que si la acción ocurría en una granja y la anécdota versaba alrededor de sus ocupantes, entonces no tendrían por qué haber referencias a los horrores de la civilización. Por desgracia, aún no rebasaba la página cincuenta cuando descubrió que el libro trataba sobre una mafia de cerdos que gobierna una comuna de bestias incautas. El argumento no difería mucho de las crónicas de sociales. Cuán poco saben los escritores ingleses acerca de la vida en el corral, regurgitó la rana aunque seducida por la narración no podía despegar del papel sus ojos desorbitados. Tuvo que aguantarse las ganas de comer luciérnaga con tal de mantener iluminada la noche hasta que concluyó el último párrafo a mitad de la madrugada.

Por la mañana retomó sus lecturas. La segunda adquisición era una edición de lujo llena de ilustraciones y hojas resplandecientes que de nuevo le sirvieron de carnada, pues los zancudos no resistieron la tentación de querer picar a la fauna dibujada en las láminas. La anfibia solía pensar que no abundaban en el universo seres más tontos que los insectos, pero al ir ojeando los cuentos reconsideró su teoría. En los relatos aparecían muchas de las criaturas que alberga la selva: lobos, serpientes, felinos, monos, elefantes y un niño en estado salvaje a quien por otros motivos y aciaga coincidencia llamaban también “la rana”; sin embargo, a pesar de tanta diversidad, daba la impresión de que todos imitaban el comportamiento de los homínidos. Los personajes del libro de la jungla no eran miembros potenciales de un zoológico sino de un manicomio. De cualquier modo, cada uno de los episodios la mantuvieron hipnotizada, sin dejarla siquiera cambiar de color. Hay que reconocer que estos cazadores de letras tienen talento para engañar, cantó la rana y brincó de gusto al cerrar la tapa.

La tercera y última novela que compró le produjo la sensación de haber sido otra vez víctima de un timo. Contaba las imaginarias aventuras de una rata de biblioteca, solitaria, ociosa y adicta a devorar libros. No obstante, como advirtió rasgos de su propio carácter, pronto intuyó que el narrador no era la alimaña que presumía ser. A mí no me ven la cara de sapo, se puso a croar la rana mientras iba cambiando las hojas con la lengua, de manera inconsciente, como si apetitosas catarinas se estuvieran posando en el borde de las páginas. No necesitó del epílogo para darse cuenta que todo había sido una ficción, para entonces ya estaba definitivamente convencida de que los hombres no entendían el instinto animal y cada vez que intentaban escribir libros sobre otras especies terminaban retratándose a ellos mismos tal como son: incomprensibles.

Sin más obras por descubrir, la rana volvió a la rutina diaria, una vida a salto de mata, demasiado peligrosa para una anura pacífica a quien no le interesaba arriesgar el pellejo mientras en el pantano entero se peleaba el control de la hierba. Moría de ganas por migrar al otro lado del charco, aunque tuviera que trabajar como larva. Allá vas a ser un batracio miserable, hace mucho frío y los juncales cuestan una fortuna, le decían las salamandras. Ella se inflaba de coraje ante la mediocridad de su parentela. ¿Cómo explicarles que mientras más la arredraran menos le interesaba morir en la ciénaga, sin conocer otros barrizales? Sentía que por dentro se estaba secando, mas no sabía cómo expresarlo. Entonces, en un arrebato de instinto, presto a la metamorfosis, redactó una carta de despedida de tal modo que toda su familia comprendió por qué no volvieron a saber de él. Mucho tiempo después aún la leían los viejos tritones asombrados por la claridad de sus palabras. El recurso era muy sencillo: si los seres humanos tomaban la forma de otros organismos para describir sus dolores y alegrías, sus sueños y preocupaciones, la rana sólo tuvo que imaginarse en otra piel y empezar a escribir.

Había una vez un hombre…

Cuento publicado en la revista Lee+. Mayo, 2011.