Saturday, November 18, 2006

Payne, je t'aime

Tal vez no exista una sola persona que me conozca medianamente y a la cual mi cinefilia aún no lo haya atarantado un poco con alguna recomendación. Cuidado: la creación de este blog podría ser un escaparate para diseminar críticas cinematográficas sin la menor discreción. Pero sigan leyendo; no será así. Prometí hablar de literatura y así lo haré.

Hoy no voy a recomendar que vayan al cine a ver una película, sino a no verla. Sí, paguen un boleto, pero no la vean. Al menos completa. Para no prolongar el vano misterio, aclaro el título: Paris j t’aime. Se trata de un film coral de 18 directores en igual número de episodios, cada uno con la labor de contar una pequeña historia en honor a París, dentro de los límites de alguno de los 20 barrios (arrondissements) que dividen la capital francesa.

El resultado en términos cinematográficos, es malo. Son excepción los segmentos que funcionan. Tal vez el único corto que dentro del contexto cumple de manera impecable sea el de los hermanos Coen. Los demás, quizá por el formato o por la premura de las agendas, quedan a deber. Cuarón, Tom Twyker y Gus Van Sant incluidos.

Pero regreso al tema y el porqué dije que hablaría de literatura. De entre todos los episodios sobresale uno en especial: una joya cinematográfica y a la vez literaria. Hablo del cuento que dirige y escribe Alexander Payne.

Para aquellos poco versados en el cine contemporáneo, se trata del director de About Schmidt y quien luego vino a México a presentar Sideways (Entre copas según los distribuidores mexicanos). Si de todos modos no les dicen nada esos títulos, sepan que son dos estupendas películas. No son las únicas que ha hecho, pero las anteriores, ninguna estrenada en México, aunque con algunas virtudes, son muy menores.

Después de ver París, te amo, creo que Alexander Payne ha hecho su mejor trabajo. Curiosamente, en breve formato. Es, tal vez, uno de esos grandes cuentistas que en la brevedad son unos genios y en la extensión de una novela hacen bien las cosas, pero no destacan de la misma manera; ejemplos literarios: Cheever, Fonseca, Cortázar, etc.

Pero esta no es la única coincidencia literaria de Payne, no al menos en el corto incluido en Paris, je t’aime. Trataré de resumirlo: una mujer típica de la clase estadounidense viaja sola por París. Está entre los cuarenta y cincuenta años y hace once que rompió con su último novio. La vemos recorriendo un parque, tratando de encontrar el amor en las calles de la ciudad. No habla con nadie y su soledad es más grande que la Torre Eiffel. No sostiene ninguna conversación, pues en el episodio no hay diálogos, solamente una voz en off y he aquí la maravillosa mezcla de literatura y cinematografía:

El corto está contado a través de un monólogo en francés, mal francés. Si estuviera escrito y lo leyéramos, nos perderíamos no de la actuación, sino de la extraordinaria lectura del texto que hace la actriz Margo Mantindale. El cine y la literatura se complementan: si nada más tuviéramos el cuento en papel, podríamos pensar que se trata de una carta. La imagen y su voz nos lo aclaran: al escuchar su narración con un cargado acento, como una estudiante primeriza de la francofonía, sabemos que está relatando las peripecias de su viaje para una tarea en la escuela de idiomas. O, peor aún, escribiendo para sí misma.

Seré más claro. La literatura nos permite imaginar a los personajes, el entorno que habitan, darles forma en la cabeza del lector. Pero a veces esto perjudica, distrae de la esencia de una historia. En el corto de Payne, la imagen y la narración se integran; es cierto, ya no podemos imaginar a nuestro antojo a esa pobre mujer, pero nos permite concentrarnos en su dolor, enfocar el ojo y el corazón en un solo punto y sentir más aún la pena del personaje.
No es cine, porque no hay acción ni diálogos; tampoco un cuento literario, pues no nos es permitido leerlo a la velocidad que uno desee. Es un híbrido, el arte que se renueva y aprende que de dos géneros que se mezclan puede nacer una nueva forma de expresar las angustias que aquejan al artista, el muñeco sin hilos de esta sociedad ventrílocua.

Repito el consejo: vayan al cine, paguen un boleto de Paris je t’aime, pero no la vean completa. Pueden llegar con una hora y media de retraso, tomarse un café con calma y hacer acopio de ánimo para soportar la crueldad melancólica del corto de Alexander Payne.

Thursday, November 02, 2006

Lunar Park

Cuando aún no cumplía la edad oficial y me estaba prohibido comprar cigarros, tomar alcohol y entrar a los bares (tres prohibiciones que violé sistemáticamente), Carlos Olmos me recomendó un pequeño libro editado en Anagrama. Ya le había confesado mi torpe decisión de convertirme en escritor, como él, aunque no me interesaba tanto la dramaturgia como la narrativa. Lo mío era contar cuentos. Los contaba mal y los escribía peor, pero mi terca voluntad de ser narrador se mantenía firme. Aquel libro que hoy cumple veinte años de su publicación había aparecido poco tiempo atrás en las librerías de México. Era una novela saturada de drogas, bisexualidad y riqueza, un relato lleno de furia y humor que leí como un cuento de hadas, pues yo no tenía nada de todo aquello. Nunca supe si Carlos me prestó el libro para darme una guía, para persuadirme de abandonar mis aspiraciones literarias o simplemente para anunciarme el futuro que me deparaba la vida si no cedía en mi propósito. El título de aquella novela lo dice todo: Menos que cero.

Desde entonces, Bret Easton Ellis ha sido uno de mis autores imprescindibles. Primero pensé que era un placer culpable, un escritor menor (aunque muy divertido) que debía guardar para mí en las conversaciones. Mas luego vino American Psycho y, si bien no entró en el canon ni tuvo aprobación unánime, sino todo lo contrario, al menos en ese huracán de pasiones que despertó yo no era mal visto por expresar la franca admiración que le tenía.

Luego vinieron Los informantes, un libro de cuentos en el que parecía que sus detractores tenían razón, y Glamourama, un thriller brillante como bestseller pero opaco en cuanto a literatura. El primero tiene una gran excusa: fue su libro debut, antes de la publicación de Less than zero. No sé si eso pueda justificar el plagio insolente a un cuento de Carson McCullers. En cuanto a Glamourama, aunque sigue siendo una de las mejores críticas al mundo de la moda, emparentándola con el terrorismo (¿alguien recuerda el pret-a-porter de Altman en estos tiempos en que Meryl Streep viste Prada?), la novela no deja de ser un divertimento que hubiera funcionado mejor en un guión de cine.

Hoy la historia de Easton Ellis cambió por completo. De aquí en adelante no voy a sentir pena al decir que es uno de los mejores escritores estadounidenses vivos y sin duda el más grande de los de su generación (sorry, Eggers, Palahniuk & Company).

Estas contundentes afirmaciones vienen a cuento por Luna Park, su última novela y la primera que lo coloca donde en realidad debe estar: junto a los maestros. No es casualidad que algunas páginas parezcan escritas por Philip Roth, quizá el mejor prosista de las letras norteamericanas, eterno perdedor del Nobel.


Sin renunciar a su estilo, a su hilarante irreverencia, a su típica manera de autoparodiarse, Easton Ellis toma ahora una drástica decisión: convertirse en el protagonista de la historia, tal como Roth lo ha hecho en otras ocasiones, la última vez hace dos años en The plot against America, una fantasía sobre la vida del niño que fue en un país que nunca existió (Voila!, otra coincidencia).
El arranque de Luna Park es, sorpresivamente, el arranque de todas sus otras novelas. Párrafo por párrafo. Después conocemos a Breat Easton Ellis, el personaje principal del libro que no es otro que él mismo, una suerte de autobiografía donde incluye algunas revelaciones. Menciono la más famosa de todas, estandarte de sus editores: Patrick Bateman, el famoso asesino que rebanaba con una sierra eléctrica a sus víctimas y le disparaba a los pordioseros en American Psycho, estuvo inspirado en Robert Ellis, el papá disfuncional del narrador.

Cuando leí esto, curiosamente, descubrí que no le envidiaba los millones ni la fama que tuvo a los veinte años, tampoco sus reuniones al lado de Michael Stipe y Bono; lo que en realidad no puedo soportar es que de su padre proviniera la base de un arquetipo de esa naturaleza. Si yo parodiara al mío, (una recomendación de Olmos que aún no he seguido) en vez de un asesino serial millonario y fanfarrón me saldría un psicópata mexicano al estilo de Goyo Cárdenas.

Si algo puede criticarse a esta novela es el cambio tan abrupto que hay entre la historia “realista” de la primera parte y la “fantasía” autobiográfica de la segunda. Lo que al principio es un relato ágil que asombra por su sinceridad, después se transforma en una truculenta trama que oscila entre el thriller al estilo Hollywood y el tono fársico de sus anteriores trabajos. Por un lado está la desaparición de unos niños que habitan los suburbios; por otro los crímenes de un copycat de Patrick Bateman, a quien Bret cree mirar en todos los rincones, acechándolo física y emocionalmente, como un espejo de su yo, de su padre y de su hijo ficticio, ya convertido en hombre mayor.

En este punto es donde el lector entra en la dinámica que Easton Ellis compone; una historia de suspenso que raya en lo común y se mantiene de un delgado hilo dramático: la posibilidad de que todas las peripecias del protagonista sean parte de un “viaje” de drogas, una ilusión fomentada por el recuerdo de su padre y la discapacidad (cínica, en ocasiones) para educar a su hijo adolescente.

La paternidad errática, esa filiación afectiva en los seres disfuncionales, es el verdadero tema de la novela. Es también la historia de una venganza literaria: los monstruos que nacen en la imaginación de un escritor pueden volverse contra éste al menor suspiro etílico. Recuerdo que Carlos, embebido en tequila, como siempre, juraba haber visto una noche a Catalina Creel sentada en la cabecera de su cama. La famosísima villana del parche en el ojo no intentó hacerle nada, pero una aparición de ese tipo podría aterrorizar a cualquiera, incluso a su creador. La misma suerte corre Easton Ellis con su criatura. La Creel y Bateman guardan ciertas semejanzas: ambos millonarios, asesinos seriales, iconos de la cultura de su tiempo y, aunque repletos de humor, intimidantes. Cuando se inventan esa clase de personajes hay que cerrar la conciencia con doble chapa.


La novela se sostiene por la capacidad de Easton Ellis de ridiculizarse a sí mismo. Pero esto no hubiera sido suficiente para ir un paso más allá y dar cuerpo literario a la narración. Hace falta mucho talento para jugar con el lector y entretener durante 400 páginas, pero se requiere de algo más para conmoverlo. Es en este punto donde Lunar Park da el salto y consigue rebasar la línea que separa, por ejemplo, a Stephen King de Edgar Allan Poe.

Al avanzar en la lectura se tiene la sensación de que los lineamentos del género acabarán por convertir el argumento en una refocilación autobiográfica dentro de una típica novela de misterio; sin embargo, los capítulos finales, especialmente el último, un prodigio de evocación literaria, confirman lo que seguro es una decepción para los fanáticos de los bestsellers: el giro de suspense aquí no es el descubrimiento del asesino, sino deducir que no hay tal, sólo los demonios de un ser perturbado, el pobre Bret, quien a pesar de su muy cuestionable manera de ser logra ponernos de su lado, ver la vida a través de su desfachatada perspectiva, sin cautelas morales.
El daño que comete está en la medida de sus propias incapacidades. Es incapaz de ser un buen padre, un buen hijo, un hombre respetuoso de las reglas de la sociedad. Easton Ellis coloca a su alter ego en el lugar menos indicado, quizá, para probar su comportamiento en un entorno ajeno. Imaginarse casado con una actriz (no se pierdan su divertidísima web http://www.jaynedennis.com/), habitando con su supuesta familia en los monótonos suburbios, como un contador buga, es un acto de valentía para un escritor gay, alcohólico, junkie, obsesivo y simplemente genial.

Qué bueno que es así.

Wednesday, November 01, 2006

Tuesday, October 31, 2006

Declaración anual

Hoy firmé el acta definitiva,
puse un sello negro al saldo rojo de mis últimos días.
Vacié los anaqueles de la memoria,
el aparador del recuerdo,
las vencidas repisas del ayer.
Hoy me declaro en ceros y doy clausura al negocio de la vida.
Voy a apagar un anuncio fundido,
a desmantelar el almacén de los años,
a desnudar el maniquí que pretendí ser.
Poco queda de mi gran liquidación.
La competencia cautivó a la exigua clientela.
Aseguré las pérdidas con un fraude a la compañía.
Tuve doce años sin intereses
y nunca los aproveché.
Ahora me embarga la ruina.
¿A quién venderé mis restos sin garantía?
Nadie asumirá el costo de la restauración.
Hoy me declaro en ceros,
pues nunca percibí beneficios
y al descuento de afecto niego un traspaso.
Mi oferta es la demanda.
Me consumieron antes de pagar el finiquito.
Fue un placer atenderles.
Lo siento.
Estoy para siempre cerrado.

La música de las palabras

Al final de mi camino oscuro por la adolescencia comencé a leer literatura en inglés. Recuerdo que mi primera lectura fue The sun also rises, de Hemingway. Y, confieso, no le entendí. Primero porque es uno de esos libros que no debería leer nadie que todavía guarde esperanzas sobre la vida (aún las tenía por aquel entonces); y segundo porque la verdad no conocía el idioma lo suficiente. A las pocas páginas tomé la indispensable decisión de anotar en una pequeña libreta la enorme lista de palabras que ignoraba. Pronto la libreta se llenó y mi vocabulario engordó un poco. El precio que tuve que pagar fue poner a dieta mi léxico en castellano. Mi filología padece bulimia. Supongo que por eso acabo vomitando cuando leo las novedades editoriales, tan malas como famosas, que ocupan las estanterías dedicadas a los "nuevos escritores contemporáneos", doble calificativo con el cual algunos críticos etiquetan a lo más selecto de las letras noveles.

Al paso de los años he adquirido la manía de no leer narrativa traducida, a menos que proceda
de una lengua que desconozca. Por fortuna no soy un erudito como Ernesto de la Peña, pues me imagino que debe ser una odisea conseguir textos en arameo o sánscrito. Transcribo una de sus extraordinarias frases: “Aprender 33 idiomas no es tan complicado; los difíciles son nada más los primeros 7.” No voy a repetir el lugar común, solamente lo subrayo: leer a un autor en su lengua original es el único modo de comprender la técnica y el estilo. Raymond Carver en Vintage es como la barbacoa de la Hacienda de los Morales; las ediciones del mismo cuentista en Anagrama son un barbecue de Taco Bell. Venganzas gastronómicas, que no literarias.

Hay otras ventajas. Si bien la estructura en una novela no se pierde en la traducción, la musicalidad de las palabras sólo puede escucharse en el texto original. Parto de este punto para explicar por qué, cuando escribo, no puedo leer literatura en español: contrario a lo que mis tías piensan, escribir no requiere de inspiración. Recurro otra vez a Hemingway: “Yo escribo diario para que cuando las musas me visiten me encuentren trabajando”. Apoyo esa declaración.

El acto creativo es en realidad el resultado de estar frente a la máquina el mayor tiempo posible. Solo ante la hoja o la pantalla, sin distracciones. Un paisaje encantador, la vista panorámica del mar o un lago, la apacible quietud del bosque son lugares tan hermosos que cuando estoy en ellos lo menos que quiero es agarrar la pluma o la computadora y ponerme a escribir. Los únicos textos legibles que tengo los hice mirando el monitor y detrás una pared. Por esta misma razón jamás enciendo el estéreo para oír música. Ni buena ni mala, clásica o moderna, cantada o instrumental. Si escuchara la 40 de Mozart transcribiría la melodía a mis escritos. El clímax de una escena sonaría quizás así:
.
Miralá - como va - la tal Rosa,
sueña ya - ser la más - bella flor
.
Imaginen lo que saldría ahora si este texto lo tecleara al compás de una quebradita. Mi prosa es lo suficientemente mala y no necesita descomposiciones armónicas para ahuyentar al lector.

No existe la música de fondo. Oír una sinfonía al tiempo de una conversación o mientras realizamos alguna tarea es restarle valor a la obra de arte. Soy amigo de Federico Ibarra, el compositor mexicano, y me consta el enorme esfuerzo y dedicación que pone en sus creaciones. Me parecería un acto de insensibilidad escuchar alguna de sus piezas a la hora de trabajar. Sería como poner música en dos reproductores distintos y accionarlos al unísono. ¿Se acude al cine con audífonos y un ipod encendido? ¿Podemos ver una pintura con lentes de otra graduación? ¿Acaso hay alguien que lea y escriba simultáneamente? Pues tampoco es posible (al menos para mí, respeto a quienes sean capaces de hacerlo) ejercer la literatura al ritmo de un concierto.

Este proceso de esquizofrenia literaria-musical aplica también en mis lecturas. Durante los largos periodos en que estoy escribiendo, esos meses que paso sentado frente a la computadora todas las noches, las palabras adquieren una fuerza melódica superior a mi conciencia. No lo puedo controlar. El recital lingüístico me provoca insomnio y se extiende por la mañana a las actividades del día: la ducha, el desayuno, el viaje en el coche y (¡al fin voy a terminar!) cuando me dispongo a leer.

La lectura en inglés es una bendita desviación en esos momentos. Gracias a una gramática ajena puedo seguir la trama, sensibilizarme a los personajes, comprender la estructura y disfrutar una novela que si estuviera escrita en español no entendería bien. Cuando leo en castellano la melodía de las frases hace eco en los huecos de mi cráneo. Incluso leer el periódico es un suplicio. Las noticias me son prescindibles todas, algo común en nuestro país, pero por culpa de los periodistas; en mi caso se debe a una llana locura. Desde la primera plana hasta en la sección de deportes, soy capaz de ensayar sobre la semántica de los redactores, si es que existe; sin embargo no puedo reconocer cuál es el tema de la notas. Tal vez por eso me gusta escribir, porque vivo en un mundo de ensueño, sin fraudes ni corrupción, donde la economía sí avanza al siete por ciento, el presidente es un hombre honrado y sagaz, la primera dama es una señora educada, culta y sencilla, los empresarios son filántropos empedernidos, la Selección es campeona del Mundial y en mi cabeza sólo resuena la música de las palabras.