Tuesday, October 31, 2006

Declaración anual

Hoy firmé el acta definitiva,
puse un sello negro al saldo rojo de mis últimos días.
Vacié los anaqueles de la memoria,
el aparador del recuerdo,
las vencidas repisas del ayer.
Hoy me declaro en ceros y doy clausura al negocio de la vida.
Voy a apagar un anuncio fundido,
a desmantelar el almacén de los años,
a desnudar el maniquí que pretendí ser.
Poco queda de mi gran liquidación.
La competencia cautivó a la exigua clientela.
Aseguré las pérdidas con un fraude a la compañía.
Tuve doce años sin intereses
y nunca los aproveché.
Ahora me embarga la ruina.
¿A quién venderé mis restos sin garantía?
Nadie asumirá el costo de la restauración.
Hoy me declaro en ceros,
pues nunca percibí beneficios
y al descuento de afecto niego un traspaso.
Mi oferta es la demanda.
Me consumieron antes de pagar el finiquito.
Fue un placer atenderles.
Lo siento.
Estoy para siempre cerrado.

La música de las palabras

Al final de mi camino oscuro por la adolescencia comencé a leer literatura en inglés. Recuerdo que mi primera lectura fue The sun also rises, de Hemingway. Y, confieso, no le entendí. Primero porque es uno de esos libros que no debería leer nadie que todavía guarde esperanzas sobre la vida (aún las tenía por aquel entonces); y segundo porque la verdad no conocía el idioma lo suficiente. A las pocas páginas tomé la indispensable decisión de anotar en una pequeña libreta la enorme lista de palabras que ignoraba. Pronto la libreta se llenó y mi vocabulario engordó un poco. El precio que tuve que pagar fue poner a dieta mi léxico en castellano. Mi filología padece bulimia. Supongo que por eso acabo vomitando cuando leo las novedades editoriales, tan malas como famosas, que ocupan las estanterías dedicadas a los "nuevos escritores contemporáneos", doble calificativo con el cual algunos críticos etiquetan a lo más selecto de las letras noveles.

Al paso de los años he adquirido la manía de no leer narrativa traducida, a menos que proceda
de una lengua que desconozca. Por fortuna no soy un erudito como Ernesto de la Peña, pues me imagino que debe ser una odisea conseguir textos en arameo o sánscrito. Transcribo una de sus extraordinarias frases: “Aprender 33 idiomas no es tan complicado; los difíciles son nada más los primeros 7.” No voy a repetir el lugar común, solamente lo subrayo: leer a un autor en su lengua original es el único modo de comprender la técnica y el estilo. Raymond Carver en Vintage es como la barbacoa de la Hacienda de los Morales; las ediciones del mismo cuentista en Anagrama son un barbecue de Taco Bell. Venganzas gastronómicas, que no literarias.

Hay otras ventajas. Si bien la estructura en una novela no se pierde en la traducción, la musicalidad de las palabras sólo puede escucharse en el texto original. Parto de este punto para explicar por qué, cuando escribo, no puedo leer literatura en español: contrario a lo que mis tías piensan, escribir no requiere de inspiración. Recurro otra vez a Hemingway: “Yo escribo diario para que cuando las musas me visiten me encuentren trabajando”. Apoyo esa declaración.

El acto creativo es en realidad el resultado de estar frente a la máquina el mayor tiempo posible. Solo ante la hoja o la pantalla, sin distracciones. Un paisaje encantador, la vista panorámica del mar o un lago, la apacible quietud del bosque son lugares tan hermosos que cuando estoy en ellos lo menos que quiero es agarrar la pluma o la computadora y ponerme a escribir. Los únicos textos legibles que tengo los hice mirando el monitor y detrás una pared. Por esta misma razón jamás enciendo el estéreo para oír música. Ni buena ni mala, clásica o moderna, cantada o instrumental. Si escuchara la 40 de Mozart transcribiría la melodía a mis escritos. El clímax de una escena sonaría quizás así:
.
Miralá - como va - la tal Rosa,
sueña ya - ser la más - bella flor
.
Imaginen lo que saldría ahora si este texto lo tecleara al compás de una quebradita. Mi prosa es lo suficientemente mala y no necesita descomposiciones armónicas para ahuyentar al lector.

No existe la música de fondo. Oír una sinfonía al tiempo de una conversación o mientras realizamos alguna tarea es restarle valor a la obra de arte. Soy amigo de Federico Ibarra, el compositor mexicano, y me consta el enorme esfuerzo y dedicación que pone en sus creaciones. Me parecería un acto de insensibilidad escuchar alguna de sus piezas a la hora de trabajar. Sería como poner música en dos reproductores distintos y accionarlos al unísono. ¿Se acude al cine con audífonos y un ipod encendido? ¿Podemos ver una pintura con lentes de otra graduación? ¿Acaso hay alguien que lea y escriba simultáneamente? Pues tampoco es posible (al menos para mí, respeto a quienes sean capaces de hacerlo) ejercer la literatura al ritmo de un concierto.

Este proceso de esquizofrenia literaria-musical aplica también en mis lecturas. Durante los largos periodos en que estoy escribiendo, esos meses que paso sentado frente a la computadora todas las noches, las palabras adquieren una fuerza melódica superior a mi conciencia. No lo puedo controlar. El recital lingüístico me provoca insomnio y se extiende por la mañana a las actividades del día: la ducha, el desayuno, el viaje en el coche y (¡al fin voy a terminar!) cuando me dispongo a leer.

La lectura en inglés es una bendita desviación en esos momentos. Gracias a una gramática ajena puedo seguir la trama, sensibilizarme a los personajes, comprender la estructura y disfrutar una novela que si estuviera escrita en español no entendería bien. Cuando leo en castellano la melodía de las frases hace eco en los huecos de mi cráneo. Incluso leer el periódico es un suplicio. Las noticias me son prescindibles todas, algo común en nuestro país, pero por culpa de los periodistas; en mi caso se debe a una llana locura. Desde la primera plana hasta en la sección de deportes, soy capaz de ensayar sobre la semántica de los redactores, si es que existe; sin embargo no puedo reconocer cuál es el tema de la notas. Tal vez por eso me gusta escribir, porque vivo en un mundo de ensueño, sin fraudes ni corrupción, donde la economía sí avanza al siete por ciento, el presidente es un hombre honrado y sagaz, la primera dama es una señora educada, culta y sencilla, los empresarios son filántropos empedernidos, la Selección es campeona del Mundial y en mi cabeza sólo resuena la música de las palabras.