Si comienzo a
aburrirlos no me culpen. Este panegírico fue originalmente concebido para una
presentación literaria, eventos casi siempre soporíferos a los que sólo acuden
unos cuantos incautos, la mayoría por compromiso. El formato es el mismo: el
autor de un libro le pide a un par de colegas su comparecencia en un recinto
cultural para hablar ante el público con absoluta libertad siempre y cuando sea
objeto de los debidos elogios. El presentador, entonces, puede elegir entre dos
maneras de quedar bien: describir al personaje haciendo hincapié en las
cualidades intelectuales que motivaron al susodicho a engendrar su opus magnum,
aderezando el tema con alguna anécdota que provoque la risa de los presentes; u
olvidarse del vínculo entre ellos y destacar la prosa elegante, la erudición de
un orfebre del lenguaje, dueño de una voz inconfundible, que ha escrito un
libro llamado a ocupar un lugar esencial en nuestras letras, y aquí es donde,
tras de un par de citas y algunas célebres comparaciones, el anfitrión sonríe
complacido ante el aplauso del respetable antes de desmentir los halagos
leyendo un fragmento de su obra.
Hace unas
semanas, cuando fui invitado junto a Mario Bellatin a presentar “Rompecabezas y
otros relatos”, de Raúl Falcó, ambas posibilidades me rondaron por la cabeza.
Describir a un personaje de las características de Falcó sin duda hubiera
resultado un enorme divertimento y una guía clara del porqué de muchos de sus
cuentos; sin embargo, corría el riesgo de que más de una persona con mala leche
y amplia experiencia en esa clase de ceremonias hubiese pensado que prefería
hablar de él para no referirme a su libro. La otra opción era ponerle
calificativos al manuscrito y pretender que nadie sospecharía de la parcialidad
de mi criterio por el simple hecho de estar sentado en las misma mesa que él,
como si fuéramos una par de desconocidos y yo un eremita de la literatura
lanzando peroratas desde mi endeble pedestal.
Hablar bien de la
obra de un amigo es un arma de dos filos. Por más adjetivos y requiebros que se
utilicen, casi siempre el ojo crítico termina nublado por el afecto. En vez de asumir
la postura de un pretencioso ensayista o representar el papel de un ingenioso
palero, los mejores comentarios que podría hacer sobre el libro de Raúl Falcó sólo
pueden provenir desde la perspectiva de una persona común y corriente que resume
su experiencia de lector, como si en lugar de escribir una reseña destinada a
la autocomplacencia de una reducida camarilla fuera una viejita compartiendo sus
impresiones ante sus congéneres en un club de lectura.
Como las pizzas,
el libro de Raúl Falcó es 2 X 1. Contiene dos recopilaciones de cuentos de
sabores distintos, por lo cual no pude elegir al azar el orden de los mismos y me
obligó a respetar el índice, cosa que por extraña razón nadie acostumbra. Al
finalizar el primero de los relatos, “La espera”, pronto comencé a sospechar
que detrás de esa historia de aparente simplicidad había un elaborado mecanismo
para jugar con los puntos de vista y recordarnos que hay una pluma detrás de la
primera persona que narra el cuento, un autor sin limitaciones de estilo y
propenso a los juegos. Aparece y desaparece como personaje; mezcla narradores y
estilos; revela a veces algunas de sus influencias y trata de ocultar otras
para no destapar la caja de pandora; y en ocasiones pasa de un párrafo a otro
del realismo absoluto a la fantasía desbocada. Como dice su entrañable álter
ego de este cuento “Hace tiempo que se han agotado mis temas y que ha dejado de
complacerme repetirlos”.
Por ejemplo, en “El
toreo boca arriba”, que cierra este primer compendio de relatos, un famoso y
extravagante torero de finales y principios de siglo no sólo se convierte en
personaje literario sino en un mito griego. Teseo encarna en José de Jesús “El
Glison” y junto a las referencias a Manolete y Paquirri aparecen el rey Minos y
Dédalo en un amasijo de géneros sorprendente capaz de llamar la atención
incluso de quienes aborrecen de la tauromaquia. Me pregunto qué pensará “El
Glison” cuando descubra que gracias a la imaginación de un escritor sus
excentricidades en el ruedo resultan un juego de niños junto a los lances en la
ficción y la mitología que Raúl lo obliga a capotear.
Entre un cuento
y otro hay varios textos que, como el título de uno de ellos, dan la idea de un
rompecabezas donde cada pieza no parece tener relación. No significa, sin
embargo, que estén completamente disociados, pues puede deberse al idiota que
los arma e intenta hallarles la cuadratura como un borracho incapaz de encajar la
llave incorrecta en la cerradura. Por fortuna, sucede lo contrario en “El
fantasma de la ópera”, segunda recopilación de este volumen en la cual todas
las historias comparten un tema en común, al cual Falcó ha estado íntimamente
ligado como funcionario, músico y director de escena: la ópera en México.
Desde las
primeras líneas de “La ópera invita”, Raúl Falcó muestra claramente que su
intención no es pararse el cuello sino bajarle los pantalones a ese mundillo
que tanto conoce, tal vez el más pedante y snob de los que conforman el
microcosmos de la cultura mexicana (que ya es mucho decir), poblado de figuras
grotescas, seres abominables y cómicos involuntarios a quienes él retrata con
conocimiento de causa y adorable mala saña. Reproduzco aquí el párrafo inicial:
“Como es sabido de todos los adeptos a
la ópera, asistir a una función al Palacio de Bellas Artes no sólo consiste en
ser parte de un ritual ancestral que exalta la repetición de lo conocido y
repudia la innovación, tanto en el repertorio como en la manera de presentarlo.
También forma parte del mismo encontrarse con otros consuetudinarios adeptos, antes
del espectáculo, pero, sobre todo, en los intermedios entre los actos y al
final de la función, para comentarlo todo.”
Incluyendo los
chismes del gremio, que en lugar de compartir este libro ridiculiza. No es una
crónica de los intríngulis del medio, sino un homenaje cariñoso y lleno de
humor donde por primera vez las referencias a la coloratura de una soprano
carecen de cualquier pretensión erudita. Quienes cierren los ojos en el clímax
de una ópera para disfrutar la exquisitez de las notas que reproduce la
orquesta en el foso, seguramente no aprobarán la franqueza con la cual se habla
aquí de las obras de Puccini o Massenet, despojadas de su aura romántica.
El encanto que me produjeron los cuentos de esta
segunda recopilación, especialmente “Las pesquisas de Facundo Irabién”, que
hasta ese momento de la lectura consideraba el mejor relato de todos, se
transformó luego en franca admiración cuando me topé (y no pude soltar como
dicta el lugar común hasta que lo terminé en la madrugada) con “El fantasma de
la ópera”, que en estricto sentido es una novela de acuerdo a los cánones de
E.M. Forster; o novellette, según la llaman los franceses cuando tiene una
extensión intermedia entre el cuento y la novela. Sea una cosa o la otra es un
texto que bien podría publicarse de manera independiente, y el cual no vale la
pena arruinar contando la anécdota, pues el gran goce consiste en ir
descubriendo poco a poco, junto a su inolvidable personaje, la retorcida trama
que sólo una mente muy afilada, perversa e imaginativa es capaz de producir. El
verdadero fantasma de la ópera, ese espíritu chocarrero, cínico y malicioso
dispuesto a aparecerse en el momento menos propicio para estropear el fatuo
glamour del bel canto, quizá no sea
como lo imaginamos.
Texto publicado en la revista Casa del Tiempo, UAM. Diciembre - Enero, 2014.
Texto publicado en la revista Casa del Tiempo, UAM. Diciembre - Enero, 2014.