Thursday, December 13, 2007

Faraway, so close...

"Cada quién hace la revolución como puede", se defiende el profesor frente a la cámara. Han pasado 16 años desde aquella borrachera decembrina que lo animó a gritar proclamas contra el gobierno comunista, en la plaza central de Vaslui, una pequeña y olvidada provincia rumana. El episodio habría pasado desapercibido si en la capital del país, (¿minutos antes, minutos después?) Nicolae Ceausescu no hubiera escapado al mediodía en un helicóptero, dejando a Rumania sin presidente, sin comunismo y sin terror.


La anécdota forma parte de 12:08 Al este de Bucarest, Camera d’Or en Cannes y ganadora del último FICCO. El título original, sin embargo, subraya mejor el contexto de la película: A fost sau na fost? La interrogante permite una doble interpretación, ontológica y realista. Por una parte pregunta si hubo una verdadera revolución nacional, si algo ha cambiado en la conciencia de los rumanos; por otra cuestiona la audacia del maestro de escuela y en consecuencia si se trató o no de un levantamiento. Y es que el profesor es el único habitante de aquella provincia que ‘participó’ en la revuelta; por lo tanto, un héroe. Aunque carece de testigos. Su compañero de parranda ya ha muerto e incluso su mujer duda de la hazaña. ¿Cómo pueden los improperios de un borracho ser considerados actos de valor? 

Como toda historia, esta trama permite diversos tratamientos. Pero el director, Corneliu Porumboiu, no opta por uno en particular, sino que escinde la cinta, filma con técnicas heterogéneas y estilos opuestos. Al igual que en Tres mujeres altas, de Edward Albee, aquí los géneros no se mezclan sino que quedan perfectamente diferenciados por un punto de inflexión. Lo que en un principio está actuado, fotografiado y dirigido en tono de pieza, después se transforma en una sólida tragicomedia, género casi extinto que había caído en el abandono desde la gran película de Tim Burton, Ed Wood.

Saturada de humor, la cinta genera una andanada de carcajadas sin necesidad de recurrir al diálogo o la acción. Muchos de los chistes requieren de cierto conocimiento técnico del cine, pero la mayoría pueden ser comprendidos por cualquier persona que haya tenido alguna vez en sus manos una videograbadora. Se trata de una innovación donde el lenguaje fotográfico se vuelve pieza central de la trama: divertidos emplazamientos de cámara, fueras de foco tan sutiles como hilarantes o travellings y barridos inesperados que rompen con la tensión. 

Conviene revisar entonces la estructura nada convencional de la cinta. El entorno de tiempo se despliega a lo largo de un solo día (ésto sí, convencional), dividido en dos actos sin respetar el triple esquema aristotélico que aún aplica en los guiones cinematográficos. En el primero -la exposición- conocemos a los 3 personajes principales: un anciano que vestido de Santa Clós ha deleitado a los niños del pueblo durante generaciones, el maestro alcohólico y un productor de la patética televisora local, quien los invita a su programa vespertino, dedicado a la revolución de 1989, en el cual planea esclarecer si hubo o no hubo una asonada en Vaslui.

 Durante poco más de media hora, el relato avanza a un lento compás, los saltos de tiempo entre escena y escena mantienen un paralelismo y el guión sigue la inercia de los personajes hasta introducirnos en una atmósfera pesimista, muy habitual en el cine ruso y checoslovaco, cinematografías que dominaron durante décadas este parco estilo que produjo filmes sensacionales e infinidad de suicidios. Mas luego, súbitamente, la película cambia de género; de pronto la cámara se detiene y adquiere otra personalidad. El film se convierte en un talk show y los eventos suceden de manera continua. El entorno realista evoluciona hacia el naturalismo y una nueva convención se establece. Ya no es una filmación profesional, la textura de las imágenes muestra el grano abierto de la televisión y el director de fotografía, Marius Panduru, es sustituido por un simpatiquísimo personaje oculto detrás del lente. El espectador se convierte así en parte de la ficción. Si la pantalla es un muro que restringe el contacto brechtiano y los actores no pueden traspasar la cuarta pared como en el teatro (la fantasía de Woody Allen), entonces el público se mimetiza al compartir el ojo del inexperto camarógrafo.

El cine, a diferencia de la literatura, no puede ser contado desde un punto de vista subjetivo. Mucho menos a través de una perspectiva múltiple, como Faulkner en El sonido y la furia, o el juego de voces simultáneas que Joyce usa en algunos capítulos del Ulises. La narrativa visual de un largometraje sólo se puede plasmar en tercera persona. Existe un viejo recurso, el POV (point-of-view), mediante el cual la cámara imita la mirada de un personaje, pero con horrorosas excepciones, esta técnica siempre se utiliza en una pequeña fracción del pietaje y raramente rebasa un minuto de duración. Nadie querría ver los rascacielos de Manhattan tal como los mira el Hombre Araña, pues el efecto provocaría un mareo crónico y acabaríamos vomitando nuestra butaca. 

Aunque la tesis suena demasiado simple, a veces no es fácil percibir estas obviedades. En 12:08 Al este de Bucarest, Corneliu Porumboiu sabe que la convención puede relegarlo y para no perder el control rompe con cierta regularidad la toma continua del supuesto programa de televisión. Lo hace sin aspavientos, casi de manera clandestina, sólo para recordarnos que no somos nosotros quienes dirigimos la mirada a los caracteres, pues hay un realizador detrás tirando los hilos de la trama en un acto de auténtica ventriloquia visual. 

El cine rumano no está de moda, ni entra en las conversaciones de los snobs. Sus directores, actores y fotógrafos no serán reclutados por Hollywood. Nunca ha sido nominada una película a los óscares. Y sin embargo, la calidad de su cinematografía actual es evidente. Sólo en las últimas tres ediciones del Festival de Cannes, además de la Camera d’Or a Porumboiu, otros dos directores han ganado la sección “Un certain regard” y en éste 2007 tanto la Palma de Oro (a la muy sobrevaluada Cuatro meses, tres semanas, dos días, pronto en cartelera) como el Fipresci, le fueron otorgados a una película rumana. Los premios no son elementos de juicio, pero sí un antecedente positivo si consideramos que hace poco más de una década le ocurrió lo mismo a un puñado de directores chinos (la llamada 5ta Generación: Zhang Yimou, Chen Kaige, Tian Zhuangzhuang), quienes no sólo nos regalaron varias obras maestras sino que activaron una industria que al paso de los años se extendió en toda la región. 

A esta andanada de premios se le suma una extraña coyuntura. Apenas con cuatro ediciones celebradas, el Festival de la Ciudad de México ha concedido ya dos veces a los rumanos el premio principal. No es casual. La muerte del señor Lazarescu es una película poco complaciente, de ritmo lento y puede resultar soporífera para quienes siguen la filmografía de Diego Luna porque les gusta ‘el cine de arte’. Sin embargo, parece nuestra. Es la historia de un hombre enfermo que visita en vano varios hospitales de gobierno donde nadie lo atiende y, como su título anuncia, muere en el intento. La historia no sólo se parece a los trágicos casos de nuestros hospitales de gobierno, sino también a un famoso mediometraje de los años setenta, Caridad, de Jorge Fons, donde Katy Jurado debe librar una batalla contra la desidia de los burócratas para conseguir el cadáver de su hijo. 

En cuanto a 12:08 Al este de Bucarest, las similitudes no parecen tan obvias. En nuestro país jamás ha ocurrido nada semejante: la dictadura del PRI fue una caricatura de la crueldad de Ceaucescu y el suelo de Tlatelolco aún se distinguía entre los muertos, a diferencia del tapete de balas y sangre que cubrió la plaza de Timisoara. No puede haber en este sentido una comparación temática, como en La muerte del Sr. Lazarescu. Pero en la idiosincrasia de los personajes hay una rápida identificación. Tanto los 3 agonistas como las figuras secundarias reproducen hasta la carcajada el carácter de los mexicanos. Si hiciéramos buen cine, tendríamos un mercado potencial en Rumania. Pues es increíble que mientras las comedias de adolescentes inundan las escasas pantallas y roban los exiguos presupuestos destinados al cine nacional, para hallar el cine que nos refleje debamos viajar hasta Europa del Este (también el Premio del Público del último FICCO fue a dar a aquellos lares). 

Ojalá la metáfora final de 12:08 Al este de Bucarest (de nuevo sutil, silenciosa y establecida por medio de imágenes) lleve a la reflexión en la salas de cine, sacuda el incauto criterio de las mentes indulgentes y, cuando las luces se apaguen, el brillo de la rebelión resplandezca. 

¿Ya dije que vale la pena verla?